O sea, digamos. La frase es precedida por un disparate, consciente de quien lo pronuncia. Y usa ese latiguillo para desmentirse casi de manera inmediata. No importa si carece de toda lógica o si se trata de una nueva incongruencia. La intención es generar ruido en la comunicación. Gritos, pantomimas, carraspera y mirada frenética. Mensaje virulento. Incoherente. Y esa es la idea: confundir. Una suerte de ambigüedad sistematizada. Mucho, pero nada. Y si se entiende poco, mejor. No son tiempos para andar explicando a quien no quiere escuchar ni es capaz de reconocer una mentira aun con una tonelada de pruebas documentadas sobre una mesa.
El país crece, dice el presidente que ya no está en ejercicio. No nos entra un quilombo más, contradice el que pretende ocupar ese puesto vacante. Y hace un anuncio. Y otro. Y después otro. Y ya nadie sabe si el préstamo prometido es para jubilados, amas de casa o trabajadores en blanco. Que si paga Ganancias o se elimina el impuesto. Ahora o después. Es todo parte del mismo caos y el mismo objetivo. Confundir. Desinformar.
El 25 por ciento de la información que consumimos a diario es desinformación. Y de ese total, el 75 por ciento sale de boca de funcionarios públicos; candidatos incluidos. Es un fenómeno político, que tiene como premisa instalar agenda en la opinión pública y que pretende disimularse como una deformación mediática. De ese modo, los propaladores de este tipo de mensajes tienen la excusa perfecta: es todo culpa del periodismo y de la descontextualización. Que no dije lo que dije; que está editado. Que sí, pero no. Que dolarizo porque tengo los dólares. Que nunca dije eso.
El resultado es una crisis de confianza. Nadie cree en nadie ni en nada. Ni en las instituciones ni, mucho menos, en los organismos de control. Por eso emergen fenómenos de tipo mesiánico. Por eso, un porcentaje no vota con la expectativa de generar un cambio, sino para que termine de explotar todo por los aires. Esa desilusión política eleva el riesgo de disolución democrática; porque, en parte, los cuestionamientos van directamente contra los símbolos del poder y ya no contra las personas. Es el resultado de quienes durante años militaron la filosofía de que “todo es lo mismo”. Lo hicieron con una intención clara: poder camuflarse bajo esa premisa, disimular sus atropellos y abaratar costos.
La desconfianza se potenció en la pospandemia. Y mucho tuvo que ver la figura de Alberto Fernández. Entre marzo de 2020 y mediados de 2021 se cocinó una gran estafa en Argentina. De la fe depositada en las autoridades nacionales tras el anuncio del primer confinamiento, a los escándalos del vacunatorio VIP y las fiestas clandestinas en la Quinta de Olivos. Un país cooptado por una mentira. Sin clases, con persecuciones, violaciones a los derechos humanos y sumergido en la más profusa crisis económica, social y política. ¿Acaso un campo más fértil que ese para la aparición de un outsider?
El temor en esos primeros meses de pandemia revalidó la importancia de los medios de comunicación tradicionales. Los números de rating de radio y tv y las métricas de los diarios digitales así lo demostraron. Ante el pánico generalizado, el consumidor de noticias se volcó hacia las marcas conocidas para informarse, dándole un halo de seriedad y con la seguridad de que cada dato publicado estaba chequeado. Al mismo tiempo, aprovechó para conocer plataformas nuevas para la diversión y el entretenimiento, con Tiktok a la cabeza.
Con el engaño consumado, esa relación se modificó. Los grandes medios fueron vistos como cómplices y floreció una generación que vive y respira a través de las redes sociales, y que consume sin espíritu crítico o que, en todo caso, se retroalimenta con mensajes que confirman sus sospechas y repele todo aquello que lo haga dudar. Así se explica que una candidata a legisladora nacional fomente teorías conspirativas y a nadie le llame la atención. La era del terraplanismo cultural.
Es cierto que las redes democratizaron el acceso a la información. Le dieron una horizontalidad tal, que resulta igual de fácil desmentir una fake news que negar hechos históricamente documentados. Absolutamente fuera de control.
Quienes arman las estrategias de campaña lo saben. Por eso, en poco más de diez años, la publicidad en redes y sitios digitales pasó del 4 a más del 50 por ciento. Ese futuro llegó, pero no del todo para los medios. La monetización fuerte es ajena. Se la llevan los gigantes de internet y reparten las migajas. De hecho, la Cámara Nacional Electoral hace acuerdos con esas plataformas: Google, Meta, X (Twitter). Sabe que el tráfico grueso de información está allí y necesita ser regulado.
Esos convenios tienen ciertas limitaciones. Y siempre aparecen alternativa laterales en forma de trampa. El hit de esta temporada está dado por la aparición de sitios supuestamente periodísticos y por campañas de varios ceros en Google ADS.
En el primer caso se detectó la existencia de páginas web que, bajo el formato de diarios digitales, eran un compendio de contenidos con noticias positivas de todos los partidos políticos. Son una suerte de repositorio de gacetillas que sirven para hacer caja y blanquear gastos.
El segundo grito de la moda electoral son las ADS, cuya definición es la siguiente: “Google Ads es el programa de publicidad en línea de Google. A través de Google Ads, puede crear anuncios en línea para llegar a las personas en el momento exacto en que se interesan por los productos y servicios que ofrece”. Su forma de pautar tiene la lógica de una subasta. El mejor postor se lleva los mejores lugares y los mejores horarios.
Esos dos han sido los escenarios de las campañas basura o campañas negativas en Mendoza. Con una ventaja para sus creativos: la Cámara Nacional Electoral difícilmente vaya detrás de la ruta del dinero. Y muchas de esas estrategias logran saltear los filtros y los controles vigentes.
Desde lo estrictamente comunicacional, el efecto es adverso. Señalar errores del contrincante sólo contribuye a la polarización. Lejos de hacer pensar, reafirma posturas. Con las noticias falsas ocurre lo mismo: difícilmente alguien cambie su voto por estar expuesto a una mentira; sólo logrará dañar más la relación que hay con los electores.
Los candidatos deberían saberlo. Su condición de tal no los hace ni inmunes ni impunes para decir cualquier cosa. Desinforman. Lo hacen cuestionando el resultado de una elección. Lo hacen no reconociendo una derrota. Y lo hacen intentando cancelar al perdedor. Deslegitiman la democracia y sus instituciones. Como si hubiera que, de pronto, borrar todo. O sea, digamos.