De no existir los planes sociales, Argentina tendría a 20 por ciento de su población en el nivel de la indigencia; es decir, con apenas los pesos suficientes en su poder por día para adquirir los alimentos que necesita para sobrevivir. Esa red de contención social –la de los programas de asistencia que aparecieron como una solución de emergencia transitoria a modo de una respuesta a la crisis del 2001– es cada vez más voluminosa y enmarañada, y explica, además, en buena medida, el creciente e inmanejable gasto público. Por esos “planes”, el porcentaje de indigencia en el país se ha ubicado en 8 puntos, con casi 3,5 millones de personas en esa situación. La pobreza, como se difundió este martes, ha seguido su ritmo ascendente, pasando de 42,4 al 43,1 por ciento. En números fríos y redondos, los pobres en Argentina ya son 18 millones.

Como se sabe, son datos de la UCA y de su reconocido Observatorio de la Deuda Social. Esa casa de estudios e investigaciones viene sosteniendo desde varios años a esta parte –cuando menos, desde el 2010– que el país tendría que crecer de forma constante, continua y sin intervalo cerca de diez años para hacer bajar la pobreza un punto, como mínimo, cada año.

Cuando habían transcurrido unos meses del inicio del gobierno de Mauricio Macri, allá por mediados del 2017, el economista Martín Rapetti, director de Desarrollo Económico del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad (Cippec), aventuró, en declaraciones que publicó Clarín, que si se lograra mantener una senda de crecimiento de 4 por ciento anual (en aquel momento, el Gobierno la calculaba en 3 por ciento para el 2017), la pobreza descendería al 15 por ciento de la población. Pero, para ello, por caso, las exportaciones deberían crecer por arriba de ese número, de manera constante.

Era un tiempo de otras expectativas. La economía, efectivamente, crecía, aunque no como se pretendía, y en el horizonte comenzaban a descubrirse los primeros nubarrones que se convertirían en la tormentosa crisis del 2018. De esa debacle, ni la administración de Cambiemos ni el país, claro, ni mucho menos el actual gobierno de Alberto Fernández, el que ganaría la elección del 2019, beneficiado por el fastidio generalizado y extendido que provocaron las promesas incumplidas en materia de crecimiento y bienestar, podrían salir de una situación en constante decadencia y más agravada aún hasta el momento y en todos los indicadores. Para ser concretos, por ese tiempo, los niveles de pobreza se situaban entre 32 y 33 por ciento y Rapetti aventuraba que, si no sólo manteníamos el nivel de crecimiento, sino que, por otra parte, lo aumentábamos, la pobreza se reduciría a la mitad de lo que oficialmente se informaba. Se sabe, no sólo no ocurrió nada de eso, sino todo lo contrario: de 32 se ha llegado a 43 por ciento.

Como siempre, la difusión de los tristes datos de los indicadores sociales del país dan pie para conjeturas y análisis de todo tipo. Ya es un clásico, como cuando a principio de mes conocemos el número de la inflación. No está mal. El asunto es que nada de lo que se dice en medio de las deliberaciones, tanto privadas como públicas, permite cambiar el status quo de una dolencia, el de la pobreza y el declive en todos los indicadores económicos, que afecta al país desde, cuando menos, 50 años a esta parte.

Lo incoherente ha sido el camino elegido por las administraciones de gobierno para hacerle frente al flagelo. Por caso, obstruir el crecimiento por la vía de malas políticas, desacertadas y erróneas, cuando no deliberadamente, en contra del desarrollo económico y de los sectores que son los que aportan la riqueza al país. El campo es uno de los ejemplos más claros. La obstrucción manifiesta a las exportaciones, el manotazo fiscal por la vía de las retenciones, cada vez más trascendentes y condicionantes; la política monetaria; las regulaciones varias y la intervención de la mayoría de los ámbitos estatales vinculados con lo fiscal no han provocado otra cosa que contribuir al retroceso del país.

Decididamente, todo ha sido parte de un plan que se ha ido aplicando por largos períodos de gobierno o de administraciones con visiones similares. De lo contrario, no se explica el resultado de las políticas implementadas. A todo eso, a los cepos por todos conocidos y visibles, bien se pueden sumar para el empeoramiento de las cosas, la ausencia de decisiones o de medidas que permitieran un mejor comportamiento de la matriz económica.

Es lo que ha sucedido, por caso, en Mendoza con la falta de firmeza y, quizás, también, de coraje, para ir por caminos que no fueran los conocidos, los tradicionales, los hartamente explorados y estrujados que han mantenido con vida, escasa, variable y precaria, hay que decir, a la provincia. Los años por venir pondrán a las administraciones de gobierno en un dilema y una encrucijada: continuar con lo conocido, que si bien es lo que ha hecho grande a la provincia, pero con lo que ya no alcanza, o bien combinar con otros frentes de desarrollo que, además, son los que el nuevo mundo está demandando. Pero, claro, no todos podrán hacerlo ni llevar adelante tales desafíos. Son pocos y dependerá de la buena y selectiva elección que hagan los mendocinos, en escasos meses, nada más.