Íbamos por la ruta 184, que une General Alvear con Malargüe, una ruta que están tratando de mejorar. Emprendimiento nada fácil, porque la topografía es difícil. Cerca de su altura máxima, Rubén me gritó: “¡Pará, pará!”. Frenos clavados con urgencia e incógnita de saber qué había pasado. Rubén se bajó y corrió hacia unas matas de jarilla, estaban incendiándose. Eran dos arbustos, nada más, pero el fuego ya los había transformado en teas. Miré el enorme campo que lo rodeaba y me imaginé el contagio de las llamas y toda esa enormidad devorada por el fuego.
Nos pusimos a pelear contra él, con lo que teníamos: un poco de agua, chicotazos de ramas, tierra que echábamos sobre el fuego. Estuvimos dos horas para que no quedaran vestigios, porque un resto de fuego, una mínima brasita encendida, podía ser, cuando nos fuéramos, un incendio otra vez. Agotados y sentados a la vera del camino desolado, brindamos por el éxito en la tarea. Yo me acordé de dos cosas: de la desidia que a veces tenemos al maltratar los paisajes, en el descuido, en la falta de precaución, y de la tarea de aquellos que habitualmente combaten el fuego en nuestros campos.
Recién entonces dimensioné su obra, la enorme tarea que realizan anónimamente para tratar de que el daño no sea más grande, que no triunfe el infierno. Guardaparques, bomberos, gente de seguridad, buena gente que se ofrece para remedar el daño que procuraron otros. Agotado y sentado a la vera de la ruta 184, brindé por ustedes. Vuelvo a hacerlo desde aquí.