Javier Milei no llegó al escenario político precisamente por aplicar el poder del silencio. Nada de eso. Su punto fuerte siempre fue la verba filosa; la capacidad de transmitir en los medios la bronca y la indignación de gran parte de la sociedad. Interpretó y logró empatía. Y si le dio resultados, por qué cambiar la estrategia.

Por eso nadie esperaba que se quedara callado ante las recurrentes acusaciones y desacreditaciones por parte de miembros de la alianza del gobierno español; que, además, reflejan claramente a ese sector de falso progresismo que, amparado en una fraudulenta narrativa democrática, es conservador, violento e intolerante.

Es una característica que en Argentina todavía seguimos padeciendo. El que no piensa como ellos es blanco de todo tipo de insultos y descalificaciones. Con un agravante: ante cualquier respuesta se victimizan y acusan a su interlocutor de no respetar las reglas. Es una táctica utilizada por los movimientos autopercibidos de centro izquierda: agredir, insultar, atacar y después martirizarse. Es una jugada psicópata que se ha desparramado por todas las geografías.

En ese contexto, se toparon con alguien a quien no solo le interesa poco que le respondan con esa estrategia, sino que dobla la apuesta y escala el intercambio. Eso los descoloca. Entonces apelan a su segundo método: despersonalizarse y adueñarse del Estado.

Por más cuestionables y repudiables que resulten, las expresiones del presidente argentino apuntan a su par Pedro Sánchez. A él en particular; a su costumbre y a la de sus funcionarios de entrometerse en cuestiones de políticas internas de otros países; a opinar, a militar y a desautorizar constantemente con el dedo índice acusador.

La historia de Argentina y España es mucho más profunda que los personajes que eventualmente ocupan cargos de representación. Nada tiene que ver en este cuento las relaciones bilaterales de dos países hermanos que están por encima de los hombres. Y, mucho menos, el chovinismo berreta de un grupo de resentidos.