A la hora de ponderar la gravedad de la foto de Alberto Fernández en medio de un festejo de cumpleaños en la Quinta de Olivos hay que hacer un ejercicio de memoria. No es algo que el civismo argentino haga con frecuencia. Quizá allí esté la explicación de todo; en la incapacidad para entender el pasado, asimilarlo y no repetirlo.

Pero, más allá de ese punto, vale la pena ir a julio del 2020. Qué ocurría en el país en ese momento. La respuesta se asemeja a lo que sucede en el presente: inflación, desempleo, angustia, miedo, desesperanza y muerte. Y algo más: en gran parte del país estaba prohibido circular. Había que tener una habilitación especial, ser considerado esencial y, además, evitar algunos de los cientos de retenes donde el único criterio vigente era el del policía de turno.

Así murió gente. Así hubo miles de argentinos que no pudieron ver el último suspiro de sus seres queridos. Y eso que, como dijo Solange antes de cerrar los ojos para siempre, hasta ese momento tenía vigente sus derechos.

A la distancia, en Argentina se pisoteó la Constitución. El temor a un virus cuyos efectos eran desconocidos hizo que muchos entendieran que había que aceptar un estado de excepción. Sí, sí, la Constitución parecía muy linda en su letra, pero la música iba al ritmo de la tan mentada curva de contagios.

“Terroristas sanitarios. Eso son los que no se quedan en su casa. Quieren matar a todos”. Frases de ese tipo se escuchaban por parte de supuestos especialistas que pululaban –todavía lo hacen– en los medios de comunicación. Todos, asesores del Poder Ejecutivo de la Nación.

El presidente salió con el dedo índice en alto, amenazante. Dijo que aquellos que no respetaran el aislamiento obligatorio lo iban a tener que hacer por las buenas o por las malas. Tal cual y literal.

En la Argentina democrática, otrora faro mundial de la defensa a los derechos humanos, se festejaban frases con un autoritarismo abrumador. El miedo paraliza, es cierto y, en este caso, frenó en seco el respeto por las libertades; por todas: individuales y colectivas.

Las experiencias se repitieron en todo el territorio nacional. Personas que enfrentaron un proceso penal por osar romper un horario establecido, por permanecer en la vía pública unos minutos más, por querer ver a sus hijos, por buscar de manera desesperada recursos para seguir comiendo. Ni IFE ni ATP ni nada de eso alcanzó frente a la crisis que empezaba a mostrar su cara más miserable.

Eso, en todo caso, fue lo más leve. De ahí en más, los hechos se agudizaron. Chicos fallecieron al chocar en sus motos contra falsos terraplenes armados para evitar el tránsito de vehículos. Otros se “suicidaron” luego de ser detenidos por caminar. Otro se ahogó en un río intentando volver a casa en la clandestinidad. A otros los encontraron muertos luego de haber sido vistos por última vez en operativos policiales donde, evidentemente, fueron taxativos en eso de “por las malas”.

Formosa, una provincia sumida en la pobreza extrema, fue puesta como ejemplo. El autoritarismo de su histórico gobernador fue el ícono y el modelo a seguir.

Se justificó y se militó el encierro. Se revindicaron los abusos de autoridad, las torturas, la represión. Siempre, claro, en pos de la salud pública. Si salís, te morís. Si te juntás con tu familia, los matás a todos. Si querés velar a tus muertos, algo habrán hecho para terminar así. A quién se le ocurre contagiarse. Delincuentes e imprudentes, todos. Menos Alberto Fernández. No sabe cómo enfermó de COVID-19. Se cuidó en todo momento. Lideró el encierro, el aislamiento y las medidas de higiene. Por eso no se abrazó sin barbijo con el gobernador de Formosa, Gildo Insfrán. Por eso no participó en un almuerzo multitudinario y terminó a los besos con el ex presidente de Bolivia Evo Morales. Por eso dejó de festejar el cumpleaños, en julio del año pasado, de su pareja, Fabiola Yáñez. No invitó a nadie a la Quinta de Olivos. No violó todos los protocolos que él mismo había dejado plasmados en decretos de necesidad y urgencia. No llevó a los adiestradores de su perro mientras el resto mendigaba comida. No compró una torta de miles de pesos. Y, mucho menos, se sacó fotos para demostrar que estaba por encima de la ley. No hizo nada de eso. De haber ocurrido, hubiese sido un escándalo. Pero, aquí no ha pasado nada.