Toda su vida Osvaldo Oyarzún y su familia se atendieron en el hospital de Merlo, San Luis, a 12 kilómetros de donde vivía, en el Paraje Cruz de Caña en la hermosa Traslasierra cordobesa. Sin embargo, el 26 de abril, el día en que más precisó la atención rápida de su hospital de siempre, cuando le dio un ACV, no pudo ir. La frontera San Luis/Córdoba estaba cerrada. La ambulancia tuvo que hacer más de 50 kilómetros hasta Villa Dolores en Córdoba. Llegó muerto.

Los problemas de esa frontera clausurada son reversibles. A fin de mayo Mario Javier Cortez (41), cordobés viviendo en Merlo, aprovechó su día libre para llevar comida y visitar a sus hijos en Villa Dolores. Su auto se averió al llegar a un terraplén en la calle Orosco, el acceso a la ruta provincial 14; se bajó del coche que terminó aplastándolo cuando intentó empujarlo.

Con el objetivo de cuidar la salud de la población argentina el presidente firmó un DNU el 19 de marzo cuyo artículo 2 decía: “Deberán abstenerse de concurrir a sus lugares de trabajo y no podrán desplazarse por rutas, vías y espacios públicos”. Así nacieron las barreras ilegales que pretendían impedir el paso del virus y terminaron convirtiéndose en trampas mortales a lo largo y a lo ancho del país.

El 17 de abril Daniel Rosa (21) había ido desde las afueras de Junín a lo de su tío, en la ciudad, a colocar unos cerámicos. Al terminar su trabajo se volvió a subir a su moto y tomó el acceso al Campo La Cruz. Un montículo no señalizado ni iluminado puesto en medio del camino fue la pared contra la que chocó su moto. Salió disparado y lo encontraron, muerto, quizás una hora después.

El domingo 28 de junio, Luciano Ferreyra (19) se llevó por delante un montículo de tierra en Sargento Cabral y la colectora de Ruta 7 que también corta el paso a Junín. Sufrió traumatismo de cráneo y sangrado encefálico.

El aviso que dio el auto que el 14 de junio se estrelló contra una muralla improvisada en la Avenida Caseros sin número de la localidad cordobesa de Quebracho Herrado no fue visto por nadie. Una semana después, el viernes 21 de junio, un muchacho de 23 años cuyo nombre no trascendió hasta ahora chocó en el mismo lugar. Le diagnosticaron fractura de clavícula y lesiones graves. A 200 kilómetros de ahí pero en la provincia de Santa Fe, en Hersilia, el 13 de julio encontró la muerte de la misma manera Osvaldo Mansilla (55). Una moto. Una barrera ilegal no señalizada en aras de la salud pública.

También en la provincia de Santa Fe, la pequeña localidad de San Antonio de Obligado depende casi totalmente de Las Toscas, es casi su área metropolitana. La gente de San Antonio va al banco, al supermercado, a hacer trámites, a Las Toscas. Por eso, la prohibición de entrar en el lugar entre las 5 de la tarde y las 8 de la mañana les complicó mucho la vida, más aún la elevación de tierra que pusieron en el camino alternativo a la ruta 11. En la madrugada del 9 de agosto, Nelson García (33) volvía desde su trabajo en San Antonio a Las Toscas en su motito Yamaha. Chocó en la noche oscura contra la barrera y murió.

El mismo día pero a 600 kilómetros de ahí, en la localidad cordobesa de La Francia, a un muchacho de 22 de quien tampoco trascendió el nombre le ocurrió lo mismo. Chocó contra un montículo improvisado para evitar el ingreso de vehículos. Lo internaron con traumatismos varios en el hospital J.B.Iturraspe de San Francisco, localidad en la que el 18 de agosto un Peugeot 206 chocó contra otra barrera ilegal y no señalizada, en la Avenida Caseros que sale a la autopista.

Dos días antes, el domingo 16 a las 9 de la mañana se encontró el cuerpo sin vida de Lucía Ponti (32) junto a su motito Guerrero 110: había chocado en el acceso Arabolaza y la calle Los Zorzales, puesto para salvar la salud de los habitantes de Lincoln.

Una epidemia silenciosa que ataca especialmente a jóvenes trabajadores que necesitan desplazarse y chocan contra paredones de 3 metros de altura, puestos en cualquier lugar, sin señalizar, sin iluminar y se matan y nadie cuenta sus muertes que pasan inadvertidas en diarios de provincia. Resultado de pensar que “salud” es solamente encierro. A los familiares de todas las chicas y chicos lesionados o muertos, quizás, el ministro de Salud quiera repetirles su última advertencia: “Si la gente no adopta una conducta distinta, esto va a tener un mal final”.

El caso de Valentino Blas Carrera (17) es un poco más conocido. El chico iba en la madrugada del 6 de agosto con amigos en un auto en la ciudad de Córdoba, estaban asustados por un entredicho que tuvieron con dos motociclistas. Así fue que desobedecieron un retén policial. ¿Resultado? La policía abrió fuego contra el Fiat Argo donde viajaban, un tiro mató a Blas. La policía intentó cambiar la escena del crimen.

El 25 de abril, también por no detener su moto, en la esquina de Chile y Falucho, en Venado Tuerto, la policía persiguió a Lucas Cabral (22) que tenía miedo de que le quitaran el rodado. Comenzó una cacería que terminó con Lucas incrustándose en un móvil policial. Fractura de cráneo, muerte cerebral irreversible, falleció cuatro días después.

El 12 de junio Tomás Fernández (26) va con su motito por General Acha en La Pampa cometiendo una contravención menor: lleva a su hijita adelante y a su esposa atrás. La policía lo persigue hasta su casa, una vez ahí, lo detienen y se lo llevan preso. Sale horas después y al día siguiente, mientras iba caminando muere oficialmente de trombosis pulmonar aunque sus allegados aseguran que fue la violencia policial la que desencadenó el final.

Selene Quiroz y su novio en Avellaneda y San Luis de Rosario, el 22 de agosto también fueron interceptados violentamente por la policía. Volvían en auto de ir a buscar comida. El muchacho terminó en el Hospital Centenario con una pierna rota; la chica, con varios golpes en el rostro después de la cachetada que le encajó la oficial con la que le dio vuelta la cara.

Pablo Acosta tomó en la tarde del 9 de abril su pastilla habitual por la esquizofrenia y se fue al patio de su casa de la calle Colón en Villa Constitución, como todas las tardes. Tiene 35 años pero reacciona como un chico de 10. Su padrastro, Roberto Reinoso, comenzó a preocuparse cuando no lo encontró en el patio ni en la vereda. En tiempos de cuarentena él y su esposa ponen candado en la puerta para que no salga, asustados por el toque de sirena a las 16. Pero salió y pasó toda la noche y no volvió. Cuando al día siguiente lo vieron entrar en la casa, no lo podían creer. “Tenía -contó Roberto al diario La Ciudad de Villa Constitución- un palazo en la cabeza que le había quedado hundida (…) Me contó que le pegaron una trompada tan fuerte debajo del estómago que no se puede enderezar y lloraba del dolor. Además se hizo encima del susto y los golpes que recibió. No paraba de llorar y gritar y está lleno de miedo de la paliza que le dieron.” Cuando Roberto fue a la Unidad Regional VI primero le negaron que Pablo hubiera estado allí hasta que tuvieron que terminar reconociéndolo. Su delito fue “violar” una cuarentena que no entiende y que quien decretó dice que no existe.

María Belén Alonso es docente en la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de La Pampa. A mediados de abril fue con su auto a un supermercado en Santa Rosa. La paró la policía en un primer control que pasó sin problemas. En el segundo control fue detenida, llevada a una celda, incomunicada, junto con otras mujeres sin cumplir ninguna medida de cuidado sanitario y fue obligada a desnudarse delante de las demás personas. Le devolvieron el auto unos días después. Su delito, como el del muchacho esquizofrénico y todos los demás fue “violar” una cuarentena inexistente.

El empresario Luis María Bompadre de Catriló, en La Pampa, tuvo varias discusiones con los policías locales por su necesidad de ir a trabajar en las afueras de la localidad. Después de la última pelea para pasar por la ruta 1, el 5 de agosto, tomó un camino alternativo para llegar a su emprendimiento, a 300 metros de ahí. A los 15 minutos, según el empresario, cuatro policías con armas largas voltearon las puertas de su oficina para “notificarlo”. Forcejearon, le pegaron en la panza, destrozaron las instalaciones, lo esposaron, se lo llevaron detenido varias horas. Según explicó la policía después “fue porque le había faltado el respeto al efectivo policial y, sobre todo, al personal municipal que hace los controles”.

Sería interesante que el Ministro de Salud le cuente a Mario Lobos eso de que debe adoptar una actitud distinta. Don Lobos (73) fue a comprar material a un corralón de su localidad, Loreto, en Santiago del Estero pero se enteran que en ese corralón había dos empleados con COVID 19. Debió aislarse, don Lobos; pidió hacerlo en su casa, le dijeron que no pese a ser grupo de riesgo y sufrir de hipertensión y diabetes. Lo mandaron a un centro precario, según contó al sitio Periodismoypunto.com: “El viernes sufrí un pico de presión y pedí un médico que llegó varias horas después. Al otro día amanecí mal, con 20 de presión, así que pedí la ambulancia. Recién a las 21 vinieron y seguía con la presión alta. Así como estaba decidí llamarlo al intendente para reclamarle por esta situación y pedirle atención médica pero la conversación se fue elevando de tono y en un momento me dijo: ‘¿Vos creés que yo te voy a bancar a vos, borracho de mierda?’ Ahí me saqué, imagínese, en el estado que estaba yo, encima me insulta.” La cosa no terminó ahí, el intendente José Artaza le hizo una denuncia por “amenazas de muerte”. Sí, a un jubilado hipertenso y diabético de 73 años que estaba aislado en un centro precario.

Otro jubilado pero de 77 años, Mario Kovacevich, estaba cenando con sus hijos el sábado 22 de agosto en Santa Isabel, en Santa Fe, localidad de la que fue intendente. La Policía entró violentamente a su casa, lo empujó y golpeó hasta que quedó inconsciente. Se llevó esposados a sus dos hijos y una nuera.

El pueblo se convocó al día siguiente por redes en la puerta de la comisaría para protestar. La situación se descontroló a las 18 cuando un policía disparó su arma reglamentaria al aire para dispersar a la multitud, según informó el diario El Litoral.

¿Puede la Policía matar a un trabajador y que el caso prácticamente no tenga la más mínima repercusión mediática? ¿Pueden fuerzas estatales asesinar a alguien en Argentina y que nadie se entere? ¿Por qué todos sabemos todo sobre Santiago Maldonado y nada sobre Ariel Valerian?

Lo de Ariel (39), como muchos de estos casos, sólo se publicó en periódicos locales o en la prensa de izquierda. El 8 de junio Ariel trabajó todo el día en el arreglo de una combi gris, en un taller mecánico de Perico, en Jujuy. A la noche fue a entregarle esa combi a su dueño en el Alto Comedero. Seguramente estaba orgulloso de su trabajo y del dinero que cobraría por su esfuerzo. Según contó su hermana Carmen a “El submarino radio” de Jujuy, en la colectora de la ruta 66, entre Palpalá y Alto Comedero se le atravesó un móvil policial, él quiso explicar que estaba trabajando pero entre seis uniformados le dieron una paliza. Ariel llega a llamar por teléfono a Carmen que escucha aterrada cómo su hermano grita que no estaba resistiendo a la autoridad, que no le hagan nada; escucha golpes y después, un impacto fuerte. Lo que vino a continuación, el calvario conocido de los familiares de víctimas de la violencia estatal. En la golpiza a Ariel le perforaron el tórax y el pulmón. Estuvo un mes internado en el Hospital Pablo Soria y finalmente murió el 7 de julio.

El mismo silencio cubre las muertes de Ezequiel Corbalán (31) y Ulises Rial (25). Ezequiel trabajaba en un restaurante en Villa Constitución, por la cuarentena se dedicó al delivery del restaurante. Tenía permiso de circulación, en la noche del 1 de julio, después de tomar mates en la casa de la madre de Ulises, salieron en moto los dos. Los comenzó a seguir un patrullero de la bonaerense y Ezequiel, al no llevar encima el permiso, se asustó pensando que podían sacarle la moto que usaba para trabajar. En la esquina de Carbajo y Piaggio del barrio San Martín de San Nicolás, provincia de Buenos Aires, un patrullero sin luces los embistió de frente; los muchachos no llevaban armas, la Policía intentó como en tantos casos, modificar la escena del crimen. Ulises murió en el acto; Ezequiel, unos días después en el hospital.

A diferencia de Santiago Maldonado, que nunca estuvo bajo custodia estatal, se encontraron rastros de Facundo Astudillo Castro en un patrullero de la bonaerense. El presidente le regaló a la madre de Facundo un perrito. Quizás ahora también le mande unas bolsas de Dogui.

La respuesta estatal hasta ahora ha sido la de un comentarista indignado por lo que ocurre. Un “Pucha” que no asume ninguna responsabilidad, se para en la puerta del velorio y dice “¡qué macana, esto no debería ocurrir!”.

Esta nota no puede abarcar todo lo que está ocurriendo. La Justicia investiga nueve muertos en cinco meses de pandemia. No hay registro en la democracia reciente de un desastre de los derechos humanos como lo ocurrido desde que el DNU presidencial empoderó a las fuerzas policiales. Por otro lado, la suelta indiscriminada de delincuentes peligrosos y al mismo tiempo, la reincorporación de policías que habían sido apartados por mal desempeño puso en juego más ladrones y más policías y la palabra presidencial es compasiva con los victimarios mientras no se muestra sensibilidad hacia las víctimas. Amnistía Internacional habla de 30 casos de violencia institucional. La CORREPI habla de 92 muertes en manos de fuerzas estatales en todo el país.

A la lista fúnebre de Luis Espinoza, Facundo Astudillo, Valentino Correa, Ariel Valerian, Ezequiel Corbalán y Ulises Rial se agregan Florencia Morales y Franco Maranguella en San Luis; Mauro Coronel y Franco Isorni en Santiago del Estero; Alan Maidana en Berazategui, Lucas Verón en La Matanza y Miguel Laino en José León Suárez, los tres de provincia de Buenos Aires; Walter Nadal en Tucumán y los de los muchachos de las motos y los de falta de atención sanitaria. A Sabrina Coria la detuvo la policía de Bariloche por pasear su perro en día domingo y se levantó su detención por una urgente campaña en redes sociales. A Gladys Muñoz en Saladillo la detuvieron por ir a la comisaría a defender a su nieto. A Javier Astorga lo detuvieron, golpearon y humillaron por su condición sexual en Río Gallegos. A Julián Moiraghi lo embistió la policía cuando iba a la farmacia; lo detuvieron, lo golpearon, lo desnudaron, le tiraron agua fría en Fernández Oro en Río Negro. En San Juan se vivieron escenas de ciencia ficción, con casas marcadas y violencia sanitaria. En Chubut la policía sometió a tratos vejatorios a ciudadanos por la sospecha de violación de la cuarentena.

La lista continúa y es de difícil reconstrucción pero ésta es sólo una parte del problema. Además está la de los ciudadanos víctima de la delincuencia que crece en cantidad y crueldad. Los buenos policías, que los hay, no alcanzan para enfrentar a los verdaderos delincuentes. Están persiguiendo idiotas que van a trabajar.

El presidente dice que no hay cuarentena y en otra muestra más de desconexión y falta de empatía asegura desconocer el sufrimiento de Solange y su padre; un caso tan popular que con el nombre de pila todo argentino sabe de qué se trata. Bueno, todo argentino, no. El perseguidor de surfers, no.

El Ministerio de Salud aconseja no reírse fuerte. Habrá que contestarle a la Payasa Filomena que nadie tiene ganas de reírse fuerte.

(PD: Esta nota es continuación de Persiguiendo Idiotas publicadas por El Sol el 7 de junio y sería imposible sin la colaboración de periodistas de medios locales de todo el país y de las redes, en especial a @missladrillos que ayuda en la recopilación de casos).