El pibe me miraba con los ojos llenos de alegría, pero alegría de Reyes Magos, del ratón Pérez y del conejito de Pascuas, todas juntas. Los ojitos le chispeaban con brillos de gol. ¿Cómo es un brillo de gol? Es así: un brillo de papel picado en plena tarde de domingo cuando entra el equipo a la cancha. El pibe tenía el torso a rayas azules y blancas, un gorrito en la cabeza también rayado. El pibe venía en andas, lo traía su padre a cococho, a peteco, que es más cuyano, y el padre estaba vestido de pibe, o el pibe de padre, vaya a saber quien puso la idea, porque la guita seguro que la puso el viejo.

      Hay familias que se visten enteras con sus sentimientos. ¿No viste a los bolivianos vestidos para el carnaval? Están uniformados de saya. Abajo del pibe, el padre también sonreía, claro era una sonrisa con bigotes, los tipos que usan bigotes tienen la nariz subrayada. El sábado estaba entrando en el ocaso, los ocasos de sábado son un poco más ocasos que los otros ocasos, tal vez porque uno tiene tiempo para mirarlos. Me pararon, me paré. El pibe me dijo entonces, con una voz de cascabel, de lluvia cayendo sobre el techo de chapas: ganamos.

      Eso me dijo, simplemente eso: ganamos. No dijo ni Tomba, ni Godoy Cruz, ni me preguntó por mi filiación de club. Y yo lo entendí al pibe. Habíamos ganado todos, inclusive los contras. ¿Qué iba a hacer? Les dí un abrazo a los dos. El pibe desde arriba del abrazo comenzó a aplaudir. Tenía una provincia en sus manos.