Desde su presentación en el Festival de Cannes, en mayo del 2004, la película Mondovino, del director norteamericano Jonathan Nossiter, ha levantado polémicas y conmovido el establishment internacional del vino. Todos los grandes diarios del mundo, comenzando por Le Monde, le han dedicado espacios para comentarios e intensos debates. Se trata de una película tipo documental, al estilo de los filmes de Michael Moore.

   Se presentan entrevistas, historias familiares, lugares de cultivo y producción, consultores internacionales, críticos que califican la calidad de los vinos, campesinos pobres, enólogos, soñadores, oligarquías nativas, entre otros. El punto central es la dualidad entre el terroir, como la representación de la tierra, de lo característico de la producción local, de los tipos, gustos y tradiciones nativas, y el mundo de la homogeneización del gusto y los sabores, de la estandarización del consumo del vino, de la hegemonía de las grandes empresas, de la globalización.

    Dos son los personajes centrales, quienes, en la realidad, son amigos: Michael Rolland, el más prestigioso consultor internacional y su receta basada en la microoxigenación, y Robert Parker, un abogado (con su nariz asegurada en un millón de dólares) que desde su oficina en Maryland (EEUU) califica la excelencia de los vinos en la revista especializada Wine Spectator. Sus movimientos parecen autónomos, pero, al final, resultan sospechosamente convergentes: una calificación de Parker puede triplicar el precio de un vino que, en general, coincide con una creación de Rolland.

    Ambos confluyen en la propuesta de unificación del gusto en un mundo globalizado. Detrás de ese dúo dinámico, aparece el poder hegemónico de la familia Mondavi (que da origen al título del filme), con sede en los bellos valles de California. Se trata de un clan ítalo-americano presidido por Robert Mondavi y con una producción de 120 millones de botellas y una ganancia de 500 millones de dólares anuales.Un verdadero imperio que extiende su dominio por todo el mundo.

    Aparecen revelaciones imborrables, como las de dos familias tradicionales productoras de vino en Italia: los Antinori y los Francobaldi, de fortunas de origen mafioso y con una manifiesta adhesión al fascismo; la arrogancia colonialista de los productores franceses, quienes aseveran que por el solo hecho de que un vino es hecho en Francia, marca su automática superioridad; los perros de Parker, que son alimentados con queso francés; un productor derechista francés, Aimé Guibert, quien apoya fervorosamente al alcalde comunista porque se opone a la entrada de la familia Mondavi a la localidad de Aniane; un importador de vinos en Nueva York, Neal Rosenthal, quien explica los hilos subyacentes del imperialismo en la industria del vino; el más pequeño de la familia Mondavi, quien se imagina cultivar vides en Marte.

    Y lo más conmovedor: un productor en la Cerdeña que explica el vino como un resultado de la interrelación entre el hombre y la naturaleza, de la cual el vino es una creación única, fruto del amor del hombre a su tierra, lo que no puede ser banalizado por el negocio ni prostituido por la voracidad de la ganancia. Argentina tiene su lugar en la película, en los hermosos paisajes de Cafayate, con una entrevista al empresario, vestido de gaucho, Arnaldo Etchart.

    En esta entrevista, Etchart despotrica contra la vagancia de los pobladores nativos y elogia las contribuciones de Rolland, quien llevó la industria del vino argentino a un reconocimiento mundial. En una realidad totalmente opuesta, en un pequeño pueblito cercano llamado Tolombón, se entrevista también a una persona de pura sangre indígena, quien explica cómo no quiere trabajar por los apenas 200 pesos que le ofrece la bodega Etchart y prefiere, con dignidad, mantener una pequeña finca de apenas una hectárea donde sigue sobreviviendo produciendo vino.

    La película muestra que un nuevo lenguaje, cuidadosamente producido como marketing, se ha instalado. Hay que hablar de metáforas como esencias florales y frutales, de coloraciones, reflejos y transparencias, de copas adecuadas y reglas del buen beber. Hablamos hasta de la estructura del vino, como si ahora nuestro paladar atento tiene la obligación derridiana de decodificarlo. Hay escuelas de someliers. Un canal de TV gourmet transmite 24 horas, con un importante segmento dedicado al vino. Y, bajo cada una de esas producciones publicitarias, un nuevo negocio se legitima.

    Un negocio que, por supuesto, según se nos dice, genera trabajo. Mondovino es una oportunidad para interrogarnos sobre el terroir de nuestra propia cultura vitivinícola, pues, aunque parezca una evocación reiterada y poco original, no está de más recordar que las historias de San Juan y Mendoza están íntimamente relacionadas a la vid y el vino. Todos, desde los directamente involucrados, como productores, industriales y trabajadores, hasta los que como simples espectadores vemos pasar los camiones cargados de uva en tiempos de cosecha, estamos asociados al vino y la vid. No olvidemos que Sarmiento trajo el malbec a Argentina y afirmaba que debíamos competir, incluso, con Estados Unidos.

    A partir de recordados episodios históricos, venimos cargados de intensos y sistemáticos enfrentamientos que, en distintas jornadas de conflictividad social y política, han definido ganadores y perdedores. Hemos producido vinos autóctonos y establecimientos industriales ejemplares que han sido hoy borrados por la homogeneización globalizante. Desde esta tradición imborrable, existe entonces una vinculación directa con la discusión central planteada por la película Mondovino. Lo anterior es muy significativo, ya que Michael Rolland es una de las personas más importantes del presente en la industria del vino en Argentina.

    Está trabajando con más de quince bodegueros y es asesor y socio de los grupos empresarios del vino más poderosos en Mendoza. Tiene importantes seguidores en nuestra región.No se trata de presentar un nuevo demonio, pero tampoco evadir una discusión democrática sobre el sentido económico y cultural del vino y la uva. No hay estudios conocidos sobre el valor agregado en la industria vitivinícola, pero no sería aventurado aseverar que el excedente económico mayor no se quede en las provincias productoras.

    Por otro lado, nadie podría ignorar el significativo avance tecnológico que en todo el proceso, desde la producción hasta la vinificación y comercialización, se ha dado en la industria vitivinícola en nuestro país. Pero no es menos cierto que, bajo el argumento de la modernidad y de que nuestra única salida es la exportación, hemos asistido en los últimos años a la más implacable desprovincialización de nuestra industria.

    Y esto también significa que hemos perdido nuestro terroir. Como esta película no tiene rentabilidad económica por el escaso público que podría convocar, casi con seguridad no será proyectada en nuestra provincia. Tal vez, los responsables de la administración de la cultura se animen a auspiciarla y traerla para un publico especializado. Pero, más allá de este filme profundo y provocativo, la pregunta que gustaría dejar como conclusión es muy simple: ¿No sería importante, en tiempos de globalización, que nos interroguemos, más allá de un debate sobre precios, sobre el lugar que en nuestra cultura y en nuestra sociedad deben ocupar la uva y el vino?