Uno de los grandes males de la humanidad es la intolerancia. Muchos desastres, guerras e injusticias podrían ser evitados si los humanos fuéramos más tolerantes, a todo nivel, también en lo personal, porque en esta cultura del apresuramiento parece que todo se ha de resolver con prepotencia, invasiones, urgencias, y la verdad es que todo eso nada resuelve. La tolerancia abre las puertas que cierran el agravio y la confrontación cotidiana.

    Dios nos hizo a su imagen y semejanza, por eso le decimos semejante a cualquiera que esté pasando por esta situación temporal que se llama vida. Semejante, porque es como nosotros. En la pareja, por ejemplo, después de que se hizo pelota, el tipo dice: “Tal vez si hubiésemos sido más tolerantes”.

    Tarde, la tolerancia no sirve con retroactividad. En la familia, es probable que los hijos se manden de las suyas. Recordemos que uno también fue hijo y tal vez más imperfecto que los de uno. En el tránsito, siempre la culpa es del nabo, del tarado y otros epítetos más, que se mandó una maniobra alocada, nosotros nunca tenemos la culpa de nada.

    En el trabajo, vivimos criticando al compañero, no nos damos cuenta de que tenemos que estar unidos para soportar las inclemencias. En fin, un graffiti reza: “Nadie es perfecto, vote a nadie”. Tenemos que asumirnos, somos imperfectos, y por eso mismo, tal vez, por respeto a nosotros, la tolerancia es un reconocimiento a nuestras propias imperfecciones.

    Nos olvidamos del Martín Fierro. Si lo leyéramos de vez en cuando encontraríamos enseñanzas, como la que sigue: “Las faltas no tienen límites / como tienen los terrenos / se encuentran en los más buenos / y es justo que les prevenga / aquel que defectos tenga / disimule los ajenos”.