Desde que, el sábado, Martín Guzmán abandonara intempestivamente –aunque sin sorprender a nadie, en verdad– el Ministerio de Economía de la Nación, el desconcierto habitual en el que viven los argentinos se multiplicó y agudizó. Recién hacia el fin del domingo, el vapuleado y más que deficiente gobierno de Alberto Fernández anunciaría la remplazante: Silvina Batakis. Ya no tanto por el nombre de la sucesora ni por sus ideas económicas, más ligadas a la heterodoxia que a la ortodoxia que, supuestamente, reclama y exige el mercado, lo cierto es que, cuando el mundo de los negocios pudo dar su opinión sobre lo que estaba pasando, cuando al lunes siguiente el país volvió a las actividades plenas, a la apertura de los negocios y a la vida habitual de las transacciones, el fastidio y la incertidumbre sobre todo lo que pasa se manifestaron sin timidez, sin simulaciones ni maquillaje: desde el último fin de semana, en la Argentina del cuarto mandato kirchnerista de la historia, no hay ventas ni compras con un valor estable y previsible; lo que no tiene precio por falta de referencia concreta ligada al dólar, no se vende y el que aun así insista en adquirirlo, lo hace a remito abierto, sin valor asignado. El desorden es la regla, junto con la frustración a gran escala y la impotencia.

Lo que está sucediendo desde la huida desordenada de Guzmán en adelante, con las consecuencias más que tormentosas en la economía con todo ese halo deprimente y desolador sobre el ánimo social, viene a sumarse, en verdad, al cúmulo de fracasos que en todos los frentes ha ido cosechando el gobierno de Alberto Fernández. El recuerdo colectivo remite a otras crisis similares: a los procesos previos a las devaluaciones de 1975 y 2001 y, en cierta medida, a la de la híper de 1989.

Entonces, la pregunta surge por sí sola empujada por la poderosa fuerza del recuerdo vívido de situaciones que sistemáticamente la ciudadanía quiere dejar atrás, olvidarlas para nunca más soportarlas, pero que, sin embargo, allí están, latentes, agazapadas y que, de tanto en tanto, dejan libres sus latigazos. ¿Cuánto más y por qué la ciudadanía tiene que pasar por tan angustiantes trances? ¿Por qué tiene que estar condenada a esperar el próximo turno electoral si podría alumbrar un mecanismo que obligara, a quien gobierna, a escuchar el lamento y el reclamo de quien lo designó para que cambie el rumbo de las cosas y se detenga el sufrimiento? ¿Por qué la gente tiene que aguantar a un mal gobernante? ¿No ha llegado, quizás, el tiempo justo para comenzar a discutir entre todos si no hay motivos suficientes para incorporar la revocatoria de mandato y resolver, por la vía práctica de la democracia directa, si se desea o no continuar con un camino pernicioso en todo sentido que sólo conduce al abismo?

Los pasos de la política van a contramano de los intereses ciudadanos. No de toda la política, está claro. Suceden cosas que parecen raras en el escenario donde se mueve todos los días la actualidad cotidiana del país: por lo general, el oficialismo, cuando se encuentra en medio de una crisis, es el que más lejos parece estar de la realidad y los intereses de la mayoría; y la oposición, por el rol que cumple y por su menor responsabilidad al frente del comando central del país o de los resortes más importantes del poder, suele tener un diagnóstico más certero y cercano a lo que pasa. Ambas son particularidades que no significa que siempre estén presentes en cada oficialismo y en cada oposición. Pero se cumple la mayoría de las veces. Por caso, en medio del terremoto que está afectando a Argentina en tiempo real, permanente y constante, el oficialismo decide avanzar con su proyecto de ampliación de la Corte Suprema de Justicia, de 5 miembros a 25. Y, por más que la iniciativa tenga destino de fracaso porque la oposición la evitaría en Diputados, determina cabalmente por dónde pasan los particulares intereses de quien hoy está gobernando. Toda esa energía podría destinarse, por ejemplo, a incorporar en la Constitución el mecanismo de revocación de mandato.

En el pasado reciente, la revocación de mandato ha dado vueltas por los debates. Ha sido, precisamente, en los momentos de mayor convulsión política y social, como ahora. Pero, para algunos expertos, no pocos, la revocatoria podría jugar como el efecto de una válvula de escape de la presión antes de estallidos dolorosos, con altos costos en vidas, además de los económicos e institucionales.

Seis provincias argentinas ya tienen este mecanismo incorporado a su Constitución. Es probable que muchas de ellas, por cómo están gobernadas y bajo estilos más propios de caudillos y señores feudales, quizás nunca lo usen bajo tales regímenes, pero allí está. Chaco y Chubut lo sumaron en 1994; Corrientes, en el 2007; La Rioja, mucho antes, en 1986; Santiago del Estero, en el 2005; Tierra del Fuego, en 1991 y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), en 1996. Pero, además, algunos municipios de San Luis, San Juan, Río Negro, Neuquén, Misiones, Entre Ríos y Catamarca han incorporado en sus cartas o leyes orgánicas la revocatoria de mandatos también.

La investigadora del Conicet María Laura Eberhardt, en un trabajo reciente, resumió lo que sucede en Argentina con las revocatorias de mandatos. Y con la ayuda del constitucionalista Daniel Sabsay, a quien cita en su informe, se resumió el estado de situación de una herramienta que se usa en, al menos, una treintena de países de todo el mundo. Quizás quien tiene el sistema más aceitado y actualizado sea la CABA, que incorporó la revocatoria en su primera Constitución, en 1996, en el artículo 67: “Para los funcionarios electivos en ejercicio de los poderes Ejecutivo, Legislativo y de las Comunas, siempre y cuando hayan cumplido como mínimo un año de mandato, o les restare más de seis meses para su expiración, fundándose en causas atinentes a su ejercicio”.

En la CABA se activó el mecanismo de revocatoria de mandato con Aníbal Ibarra al frente del Gobierno. Fue como consecuencia de la tragedia de Cromañón, el 30 de diciembre del 2004, cuando, en medio de un recital de Callejeros, las bengalas encendidas por el público dentro del estadio cerrado desataron un incendio que terminó matando a 194 personas. El proceso de revocatoria se activó en enero del 2005, pero no alcanzó a reunir las firmas que se requerían para obligar a Ibarra a su remoción inmediata. La Justicia penal, mucho más tarde, lo terminaría sobreseyendo. Por aquel tiempo, al sistema de obtención de firmas se lo describió como lleno de dificultades para lograr las 520.000 firmas que necesitaba el mecanismo. Sólo se alcanzaron unas 89.000, muy lejos del 20 por ciento del padrón que se requería. Pero, al menos, se lo intentó, y el propio Ibarra tuvo la posibilidad, en medio del procedimiento, de explicar sus argumentos defensivos, de hacerse escuchar. Las explicaciones de aquel momento son las que hoy no existen, no aparecen y no son dadas por una dirigencia gubernamental que, por el contrario, y quizás por ese paraguas protector de la misma política, lo que se dice, está más cerca del disparate que de algo real y razonable.