La muerte del ex dictador chileno Augusto Pinochet ha dejado al descubierto un Chile dividido entre pinochetistas y antipinochetistas, con una imagen digna de un caleidoscopio de difícil descripción. Entre los pinochetistas más radicales se cuentan, en primer lugar, los herederos de los terratenientes que fueron afectados por la reforma agraria del presidente Salvador Allende (1970-1973). Dueños de grandes fincas, sufrieron la expropiación y el reparto de la tierra entre los trabajadores, con lo que perdieron también el poder político que les otorgaba el voto cautivo del proletariado de la época.

        Para sus herederos, Pinochet fue el héroe que les devolvió en parte sus posesiones y su estatus social y político, aunque quienes no consiguieron recuperar sus privilegios son los más extremistas. Los antipinochetistas más radicales son, lógicamente, las decenas de miles de exiliados y los familiares de las víctimas de la dictadura, más de 3.000 muertos, 30.000 torturados, y cerca de 1.200 desaparecidos que no han podido ser enterrados dignamente. El gran empresariado chileno se debate actualmente entre su tradicional pinochetismo y los esfuerzos de algunos de sus miembros, desde los últimos cinco años, por quitarle color político al capital.

        Las grandes fortunas de Chile –el país con la mayor desigualdad económica de América latina, según organismos internacionales– se mantienen agradecidas al brusco cambio de rumbo que causó el golpe militar. El pequeño empresario, dividido según la posición política de cada comerciante, tiene tendencia a valorar la seguridad pública inherente a toda dictadura. Para el sector más empobrecido de la población, quienes viven en las denominadas poblaciones, equivalentes a las favelas brasileñas, nada ha cambiado entre la dictadura y el neoliberalismo que creó y se mantuvo, aunque, por lo menos, se puede salir de noche después de 14 años de toque de queda. La Iglesia se dividió en épocas: inicialmente, la Vicaría de la Solidaridad fue el refugio más fraternal para los perseguidos políticos, pero el cambio de papado llevó a una radical derechización del clero que, simbólicamente, paseó a Augusto Pinochet bajo palio.

         En la actualidad, y oficialmente, la Iglesia se declara a favor de la reconciliación entre los chilenos. Las fuerzas armadas, que han otorgado funeral oficial al ex comandante en jefe del Ejército, conocen los esfuerzos de modernización y apoliticismo de sus últimos jefes militares, pero tanto las tres ramas militares como la Policía militarizada (Carabineros) respetan y defienden la imagen histórica de Pinochet.

       La juventud chilena casi responde fielmente al esquema. Es difícil encontrar a un adolescente con ropa de marca en los homenajes a Allende y los únicos jóvenes con ropa de supermercado en los alrededores del funeral de Pinochet han sido los miembros de grupos neonazis. En los medios de comunicación existe, en general, un dilema entre el relativo progresismo de los profesionales y el conservadurismo de casi todas las empresas periodísticas.

       El cuadro de los partidos políticos es casi surrealista: en la Concertación por la Democracia, que gobierna Chile desde 1990, conviven los socialistas con la democracia cristiana, esta última asociada a las organizaciones internacionales conservadoras. En la oposición, la Alianza por Chile une a la derecha con aspiraciones de reformas y de homologación internacional con la derecha a ultranza.

     Amplios sectores de la población chilena admiten que el golpe de Estado contra Salvador Allende se veía venir porque un radicalizado movimiento popular se le fue de las manos, pero rechazan la larga permanencia en el poder de los militares y, especialmente, la crueldad de la represión.