Cada uno elabora sus duelos como puede.George W.Bush, el presidente de la nación más poderosa del mundo, fue vapuleado por la opinión pública en las elecciones del martes y el miércoles por la tarde convocó a una conferencia de prensa, respondió preguntas y repreguntas y ofreció como trofeo de la derrota la cabeza del secretario de Defensa. Inmediatamente después, llamó a los líderes de la oposición demócrata y se sentó a dialogar de cara a los dos años que le faltan de mandato.
Bush quedó desguarnecido, había perdido el control de las dos cámaras legislativas y demasiadas gobernaciones de su propio palo cambiaron de bando. Por su parte, Néstor Kirchner estuvo un par de días aislado en su casa patagónica y algunos más en silencio. Pero cuando hizo una lectura personal del “misionazo”, optó por anular de raíz lo que interpretó que era la causa de su padecer: la manipulación institucional a través de mecanismos de reelección que, a los ojos de la gente, hoy resultan inaceptables.
Entonces, a su pedido, rodaron las cabezas, de Eduardo Fellner primero y la de Felipe Solá después, aunque éste no debería dejar de reprocharse nunca lo mal que manejó toda la situación, totalmente diferente a la de Misiones o de Jujuy. Ni aún en un país con tanto remiendos institucionales como Argentina, la envergadura de un plebiscito provincial casi marginal, donde la gente votó contra un pichón de caudillo pleno de arbitrariedades y mañas punteriles y, por ende, a favor de las instituciones, puede compararse con el derrape del presidente Bush y sus decisiones de guerra, pero el símil vale para describir formas y actitudes.
El estadounidense con palabras y el argentino con gestos, ambos presidentes apuntaron, desde su acendrada concepción de animales políticos, a resguardar la gobernabilidad y por eso pusieron en marcha, cada uno como pudo, sus respectivas contraofensivas. El tiempo dirá si lo hicieron para no quedar como “patos rengos”hasta el fin de cada mandato o por el convencimiento genuino de que, en democracia, la gente siempre tiene razón y que, en consecuencia, hay que cambiar.
En el caso de Kirchner, por primera vez en tres años se le olieron las debilidades: la oposición se encabritó y comenzó a buscar alianzas para desactivar leyes más que controvertidas,algunos empresarios sugirieron cierta flexibilización en los acuerdos de precios y hasta los miembros de la Corte hicieron escuchar su voz por la desatención del Ejecutivo hacia la conformación del Tribunal.
En tanto, el presidente siguió desplegando su estrategia de laboratorio para volver al centro de la escena y mostrarse otra vez fuerte y decidido.Así,Kirchner enhebró una jugada a dos bandas, ya que a su decisión de empezar a instalar como presidenciable la figura de su esposa, al tiempo que sugería que él –para no pegarse a los réprobos– no aspiraba a una legítima reelección (que, por otra parte, nadie le podría cuestionar), se le sumó una sorpresiva estocada de protagonismo de la senadora Fernández, aplicada cuando presentó un proyecto para reducir, con el tiempo, a cinco sillones las vacantes del más alto estrado judicial.
En este punto hay divergencias entre las fuentes consultadas en la Casa de Gobierno y el Congreso sobre si el reclamo de los jueces y las réplicas duras del oficialismo fueron sólo una puesta en escena para generar un ambiente de amable conformidad legislativa hacia la reducción o si los magistrados y el jefe de la bancada de senadores del peronismo, Miguel Pichetto, hablaron por las suyas y discutieron públicamente sin saber lo que se estaba cocinando.
Es probable que algunos de los que se mostraron en primera instancia de acuerdo aún no hayan terminado de caer sobre si la reducción de los miembros de la Corte es sólo una jugada para mostrar activismo político o si se trata de un modo encubierto de manejo de voluntades hacia el futuro (cinco es mejor que nueve), sobre todo porque varios de los ministros nombrados por el Gobierno han demostrado criterios jurídicos propios, a veces alejados del parecer y de las necesidades del Ejecutivo. El ministro Fayt acaba de decir que el problema no es tanto el número de jueces, sino la cantidad de causas que se deslizan hasta la Corte, por agujeros en los procedimientos.
Hoy, el concepto de moda para el oficialismo, el que desarrolló el presidente en su meditación post Misiones, el que remarcó luego Alberto Fernández durante la semana en el recinto y el que, por último, Cristina de Kirchner le repitió a los periodistas que eligió para dar a conocer su proyecto, es el de la “calidad institucional” y a él se remite todo el Gobierno. Sin embargo, la oposición, con la sangre en el ojo aún por los cambios en el Consejo de la Magistratura, la reglamentación de los DNU y la consagración de los superpoderes, dice que está dispuesta a unirse, en principio, para intentar torcer el destino en esta última ley o para evitar con un voto unificado (aunque insuficiente) la prórroga de la Emergencia Económica, porque tiene otros parámetros que considera más elevados para medir el grado de calidad de las instituciones.
De allí, la puja que se viene para tomar el centro del ring en el tema, ya que la elección misionera –la mejor encuesta– ha demostrado que la cuestión le importa, y mucho, a los ciudadanos. El empujón legislativo a la Ley de Emergencia Económica que se dará esta semana y la reaparición del presidente y su esposa en actos públicos, junto a sus referencias electorales, le han agregado a su gestión otras contradicciones más que evidentes entre el decir y el hacer, una debilidad que persigue al Gobierno en muchos temas desde el minuto cero y que fue, desde el lado de la responsabilidad que le cupo, el germen de la derrota electoral en Misiones.
Respecto a la Emergencia Económica, el discurso oficial y sus afanes comunicacionales se despliegan en un largo listado de logros económicos estadísticamente incontrastables que, junto al veranito de consumo que vive la sociedad, marcan que hoy la emergencia parece haber pasado. Sin embargo, el presidente insiste desde el atril en que aún se vive en el infierno, quizás para justificar la prórroga que –de no darse– obligaría a atender sin demoras, entre otras, situaciones conflictivas derivadas de las tarifas y la deuda. Pero bastó que durante la semana el ex alcalde de Nueva York Rudolph Giuliani hubiera dicho que Argentina “no es más un país emergente”, para que algunos oficialistas despistados, más papistas que el papa, interpretaran la referencia como que Argentina “es un país desarrollado”.
El concepto, claramente antiemergencia, fue inmediatamente rebatido por economistas afines al Gobierno a través de los medios del Estado, lo que dejó aún más en evidencia la dualidad, la que se agigantó aún más cuando la calificadora S&P señaló que existían problemas energéticos y una necesidad imperiosa de alentar inversiones en el sector y en el Gobierno hubo enojo por el calibre de tanta mala onda.