Joseph Raymond McCarthy y Charles Chaplin fueron dos personalidades antagónicas y contemporáneas que quedaron grabadas a fuego en la historia mundial. McCarthy fue el senador estadounidense que en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial se dedicó a una caza de brujas, persiguiendo a personas de diversos sectores de la comunidad a las que sospechaba comunistas o virtuales agentes de la entonces Unión Soviética. De Chaplin hay mucho que decir, pero pocas palabras alcanzan para recordarlo como a uno de los más geniales actores de todos los tiempos, quien en su extensa carrera supo reflejar con sus célebres películas la realidad y sus abundantes contradicciones, lo cual, como ocurre siempre, incomodó al poder, incluyendo a McCarthy.

     Entonces surgió el punto de contacto entre ambas figuras: el senador incluyó a Chaplin en la lista negra de su cruzada –el tristemente famoso maccarthismo–, pero el genial artista británico tuvo su revancha. No sólo vivió casi el doble de años que el legislador –McCarthy murió a los 48 y Chaplin a los 88–, sino que quedó en la historia como quien dignificó el arte, colaboró para desarrollar la inteligencia y la cultura, luchó contra la discriminación (algo que supo ejercer sin cortapisas McCarthy) y alimentó (alimenta) el humor y la sonrisa de generaciones.
   
    Como muchos otros logros –no pocos de ellos insólitos– que sabe conseguir, Argentina puede cobijar hoy a McCarthy y Chaplin bajo un mismo techo, largas décadas después de que ocurrieran los hechos que los tuvieron como protagonistas y en un escenario distinto, en el que se supone que debería primar el avance de la civilización y las ideas. Las referencias a la “zurda loca” con supuestas influencias exógenas –una categorización que significó hace menos de medio siglo derramamiento de sangre argentina entre “izquierdas” y “derechas”– y la alianza política de grupos y personas que también fueron parte de esos antagonismos trágicos son una muestra de los espíritus rayanos con la delación y el absurdo que siguen teniendo vigencia en Argentina.

    Y más preocupante es aún cuando quienes apelan a esas prácticas y muestran esas contradicciones –que en ese caso sí vale calificarlas como “no casuales”– cuentan con el aval, por acción u omisión, de quienes ejercen el poder y gobiernan el país. El panorama oscurece cuando se cae en la cuenta de que las expresiones de los actuales émulos de McCarthy, en los años de fuego del país contribuyeron a estigmatizar y generar miles de víctimas a quienes la administración Kirchner reivindica y a los que alude en más de un acto oficial.

     Un dato no menor es también el hecho de que los actores de estas situaciones son observados cada vez con mayor estupefacción por millones de espectadores que son ni más ni menos que ciudadanos que esperan respuestas a sus necesidades. De todas maneras, los desatinos de un lado no justifican la intransigencia de los que están circunstancialmente del otro lado ejecutando con acciones drásticas sus reclamos, ya que también una parte gruesa de la sociedad padece su accionar.

    Pero hay que decir también que esas conductas son motivadas en importante medida por la inobservancia y el desacato de órdenes que se han dado en el plano nacional e internacional. Organismos supranacionales, como la OIT, han dicho hace rato que en Argentina terminó el tiempo del unicato sindical. Y, aquí, la Corte Suprema de Justicia de la Nación avaló la existencia de la pluralidad en la representación de los trabajadores.

     Con jugarretas diversas, más con contenido político que jurídico, el sindicalismo oficialista y sus protectores se las han arreglado para no reconocer al gremialismo alternativo, empezando por desconocer o ningunear a la central CTA, a la que alguna vez Néstor Kirchner –cuando llegó a la presidencia– alabó como ejemplo, repudiando al mismo tiempo a los que hoy son sus socios. No obstante, sería injusto dejar que todas las palmas se las lleven los actuales detractores del modelo sindical plural. El mundo gremial fue pletórico en enfrentamientos entre “izquierdas” y “derechas”, pero, sin ir demasiado lejos, basta con instalarse en la democracia recuperada en 1983 para recordar la suerte de los intentos que se hicieron para, por lo menos, ir modificando el modelo.

     El más trascendente murió a poco de nacer, que fue el encarnado por el ministro de Trabajo alfonsinista Antonio Mucci. Con el desmoronamiento de esos proyectos, la CGT continuó siendo ama y señora en el terreno gremial, y con sus acuerdos con el poder, hasta copó las oficinas ministeriales, como en el gobierno de Raúl Alfonsín, por cuyo Ministerio de Trabajo desfilaron el dirigente fideero Hugo Barrionuevo y el de Luz y Fuerza Carlos Alderete.

    Aquí conviene abrir un paréntesis para advertir que lo peor que puede hacer una administración en materia de política laboral es, sea cual fuere su signo político, colocar a un hombre proveniente de las mismas filas del sindicalismo peronista, ya sea dirigente sindical o abogado de gremios. Ejemplos de los efectos de esa desaconsejable medida hay a montones. A la corta o a la larga, terminan siendo pequeños caballos de Troya que, aunque rindan pleitesía a sus jefes gobernantes, pueden terminar empantanando el terreno, porque también deben manifestar fidelidad a sus congéneres, que, al mismo tiempo, pudieron haber sido sus empleadores.

    Su gestión nace con otra limitación inevitable: si deciden tener autonomía de pensamiento y de accionar, podrían pasar a integrar el bando de los “traidores”, y su permanencia en el cargo podría calcularse por horas. Así, con este marco de creciente intolerancia, desapego por las doctrinas, advertencias oscuras y fidelidades por conveniencias personales y sectoriales, es absolutamente previsible la falta de consenso y la búsqueda de soluciones de fondo para los crónicos dramas que afectan a la sociedad, entre los que los del mundo del trabajo están a la vanguardia.

     Y también se puede percibir un principio que entraña riesgos, especialmente para esa misma sociedad demandante de respuestas: los autoritarios aprovechan el miedo de los demás para imponerse, pero son más peligrosos cuando los temores enfilan hacia ellos. Entonces, hay que extremar los cuidados –haciendo esfuerzos supremos por imponer la razón, el consenso y la convivencia–, porque esos riesgos son más posibles aún cuando los fantasmas de McCarthy y Chaplin se afincan en un país que a veces parece de película.