Los sangrientos enfrentamientos que se están librando en Líbano entre los milicianos del grupo Fatah al Islam y el Ejército libanés son una prueba de que los campos de refugiados palestinos constituyen una bomba de relojería. Los combates subrayan la necesidad de desarmar a las milicias y lograr que el Estado tenga el monopolio de la violencia y sea el único con legitimidad para imponer la ley y el orden en los trece campos de refugiados palestinos de Líbano, en los que viven cerca de 400.000 personas (casi el diez por ciento de la población libanesa). En ningún país árabe, con la excepción de Jordania, constituyen los palestinos una comunidad tan abundante.

    Sin embargo la vida de los palestinos en Líbano está lejos de ser la de un ciudadano de pleno derecho: no pueden elegir residencia pues deben vivir en los campamentos ni pueden acceder a la nacionalidad libanesa y tienen prohibido ejercer un gran número de profesiones. Según un acuerdo tácito la policía libanesa ha permitido durante décadas que sean los propios palestinos los que gestionen el funcionamiento y la vida interna de sus campamentos y, sobre todo, que impongan el orden en ellos. El ejército se había limitado, hasta ahora, a controlar las entradas y salidas en los campamentos mediante puestos de control, sin penetrar en su interior.

    Eso ha hecho que la multitud de milicias palestinas obedientes a grupos, subgrupos y facciones impongan su ley puertas adentro. Los refugiados palestinos arguyen que las armas que poseen están destinadas a defender a la población de cualquier posible ataque por parte de Israel.

    Las guerrillas palestinas fueron la coartada de la primera incursión israelí en el sur de Líbano en 1978 y de nuevo constituyeron el pretexto del Estado hebreo para invadir Líbano en junio de 1982, cuando tomaron Beirut y forzaron la salida de Líbano del entonces líder de la OLP, Yaser Arafat. Las guerrillas fueron también un elemento clave en la guerra civil libanesa, que estalló en abril de 1975, y acabó con los acuerdos de Taif, firmados en 1990.

VUELTA A LA VIOLENCIA. Según fuentes libanesas, el estallido de la violencia debe interpretarse como un mensaje dirigido al Gobierno libanés para que entienda que la resolución 1701 del Consejo de Seguridad de la ONU debe de ser respetada. La citada resolución, que puso fin a la guerra que durante 34 días, entre julio y agosto de 2006, libraron Hezbolá e Israel, pide el desarme de todas las milicias en Líbano, entre las que se incluyen las facciones palestinas.

    En Nahar al Bared, en las afueras de Trípoli, tuvieron su sede operativa las milicias de Al Fatah, las que fueron obligadas a abandonar el campo de refugiados después de la invasión israelí de 1982. En ese momento, las guerrillas de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en Líbano fueron expulsadas del país y se permitió que permanecieran únicamente pequeños grupos inactivos.

    Sin embargo, de Fatah surgió una escisión y luego otra, hasta llegar a la formación de Fatah al Islam, un oscuro grupo que estos días está protagonizando los enfrentamientos internos más graves en Líbano desde la última guerra civil. Algunos lo han asociado a la red terrorista Al Qaeda, aunque varias voces en el Gobierno aseguran que fue creado por los servicios de inteligencia sirios y que Damasco lo utiliza para impedir que el gobierno del primer ministro libanés, Fuad Siniora, consiga ver el tribunal internacional que debe juzgar el asesinato del que fuera jefe del Gobierno, Rafik Hariri, en febrero del 2005.