El miedo y el terror, y la incertidumbre que generalmente acompaña a ese estado de situación mientras se prolonga largamente su duración en el tiempo, suele desatar la caza de brujas, las persecuciones y las sospechas hacia todo lo desconocido. También oscuros sentimientos, reflejando bajezas y miserias. Quienes han vivido un estado de guerra así lo han manifestado en variados testimonios y dejado escrito, y también durante las diversas hambrunas y malarias a lo largo de la historia de la humanidad.

La pandemia del nuevo coronavirus nos ha introducido a los argentinos en algo parecido. Y si no estamos transitando colectivamente por ese estado tan particular de humor social, nos acercamos a ritmo vertiginoso. A la luz de lo que está sucediendo, y se está percibiendo ya, no faltaría mucho tiempo para que aparecieran por aquí y por allá brigadas de comandos de una superior guardia pretoriana defensora de algún hipotético comandante en jefe del Estado buscando al o los culpables de haber introducido el maldito virus que preocupa a todo el mundo en la Argentina. Que llegó por avión, traído por “chetos” que dejaron el país irresponsablemente cuando sabían que el mundo se nos vendría encima por el avance del virus.

Más aún, el presidente en persona, que bien puede ser ese hipotético comandante en jefe de las potenciales brigadas cazadoras de brujas, fue más allá en su sentencia y reflexión cuando aseveró que, pese a que él había advertido que lo que teníamos enfrente era algo grave y misterioso, la gente –digamos que los famosos “chetos” como así son identificados por los primeros integrantes de aquellos grupos comandos– salieron igual del país, desoyendo la instrucción del jefe. Además, ahora, y desde hace algunos días atrás, por si fuera poco, esos desobedientes y adinerados piden que se les permita volver al país al que pertenecen en los vuelos de las aerolíneas en las que habían comprado los boletos de vuelta. Pero cómo es posible semejante insolencia. Para terminar con el entuerto, el Gobierno suspendió ayer definitivamente los vuelos de la aerolínea de la patria, los que se habían ordenado para repatriar a quienes, potencialmente, pueden estar trayendo y transportando el virus maldito en sus humanidades. Claro que entre esos miles de argentinos en el exterior –muchos o en su mayoría chetos claro está–, se cuentan médicos y profesionales de la salud. Sólo un grupo de ellos, autoconvocados, le dan vida a una cuenta en Instagram y se cuentan ya cerca de 200. Quieren estar en el país en momentos en que la falta de los galenos preocupa a medio mundo y el Gobierno tiene previsto, con el aval de la oposición, de permitir el ingreso de cerca de 500 médicos cubanos o de otras nacionalidades, como los rusos, que se han ofrecido a brindar ayuda al país en este momento tan complicado. Hay allí una polémica muy interesante porque se les podría permitir el ingreso, sólo por esta vez extraordinaria, sin la obligación de revalidar el título profesional.

Se está transitando por una cornisa cada vez más estrecha, por un desfiladero tan pronunciado que de derrumbarnos quizás no podamos salir nunca más. Es el juego de la grieta infinita, en medio de un clima de resentimiento y odio que provoca mucho más temor, quizás, que el propio coronavirus. Algunas horas atrás, un vecino de la zona de La Puntilla difundió un video que había grabado durante la noche desde afuera de los muros de la casa del médico oculista Roberto Zaldívar. En la filmación se observaban las luces encendidas de lo que podría ser una cancha de tenis y se oían las voces de quienes allí supuestamente jugaban. El tono acusador del vecino daba cuenta de que allí se habría violado la cuarentena y que el médico se había reunido con amigos y familiares para pasar de la mejor manera el encierro. Más tarde, el propio Zaldívar desmentiría la especie afirmando que se encontraba en su casa con los integrantes de su familia, con quienes comparte la vivienda. Un desquicio.

Que los ricos, que los chetos, que los poderosos, que quienes se fueron y volvieron del exterior fueron los que trajeron el virus y que por ello deben ser castigados en la hoguera pública y que aquellos que no pueden volver que lo hagan caminando y por sus propios medios, conforman ese constante rosario de quejas de otros muchos argentinos que por esas cosas que desde el mismo poder se alientan, hoy se sienten y se ven con el derecho de decir qué es lo que está bien y qué mal y cómo se debe vivir. Un peligroso juego al que se apela muchas veces para mantener viva la llama de la ideología y de los apoyos de algún sector determinado de la sociedad. Pues bien, no parece ser el mejor de los caminos en medio de tanta incertidumbre y temor, claro está, por lo que desconocemos.