Una sobredosis de incertidumbre y mucho de angustia visita desde hoy esta Argentina extraña y rara que no deja de sorprender a sus moradores, a quienes la festejan, viven, sufren, aman y odian desde dentro; y a los que, con estupor e incredulidad, la observan desde fuera. Una Argentina patológica, que extiende y repite por ciclos interminables su propia historia, recurrentemente, sin solución de continuidad.

Durante el fin de semana –y quizás cumpliendo algún pedido del Gobierno y del Banco Central– los bancos y las entidades financieras aclararon, a través de sus voceros, que tendrán a disposición de sus clientes todos los dólares que requieran de sus cuentas personales para llevárselos a sus casas o para depositarlos en cajas de seguridad o lo que decidan.

En verdad, desde el viernes y, como continuidad de una semana en la que Argentina volvió a reeditar sus viejos y acostumbrados fantasmas –de los que no logra despojarse– la confusión y la desesperanza volvieron recargadas sobre la población de un país que padece de falta liderazgos políticos sensatos. De eso se trata. No de liderazgos desprovistos de poder, porque, a dos meses de las elecciones generales, lo que sobra es poder: uno virtual, el que encarna el presidente Mauricio Macri, que no permite –con sus movimientos y acciones– descifrar qué prioriza: si conducir su gestión hacia un final digno y pasar a la historia como el mandatario no peronista en casi cien años en concluir su mandato o bien como el presidente que todavía sueña con una reelección que todos, menos él, ya han advertido que es un imposible; y un poder real en manos del candidato peronista Alberto Fernández, quien, tras imponerse en las PASO, sentenció las chances de su contrincante.

La política, la que debiese resolver la mayoría de los problemas estructurales de Argentina, no da en la tecla; aparece sólo por momentos y, cuando lo hace, sus respuestas no han sido efectivas. Nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que quieren Macri y Fernández, cuando lo lógico para la mayoría de los ciudadanos sería que recibieran de su parte las mejores señales, claras y contundentes, para apaciguar los efectos de la enfermedad y, quizás, quién dice, avanzar en su sanación. Pero resulta un imposible porque, claramente, no están a la altura de las circunstancias.

Es increíble que con toda la historia que se ha dejado atrás, con tantos ejemplos de errores cometidos, con tantas conspiraciones que sus antecesores en el rol que ocupan alimentaron, ninguno de los dos se dé cuenta de estar repitiendo, como ciclos, todo lo sufrido y vivido. Es increíble que no puedan derrotar ese gen maldito, ni uno ni el otro.

Por un lado, un gobierno que se encerró confiando en recetas que fueron el producto de un laboratorio que ha vivido en una cápsula, desestimando constantemente las alarmas que le indicaban que el rumbo era el equivocado. En fin, todo lo que ya se sabe y conoce y que se ha manifestado de forma contundente en unas PASO que resultaron decisivas para vivir estas horas.

Y, por otro lado –y es lo que más sorprende–, un candidato opositor que ha sido conducido –quizás por decisión propia o por presiones que pueden haber surgido de ese frente variopinto que lidera– hacia movimientos desconcertantes, pendulares y serpenteantes que minarán aún más todo lo que seguramente deberá enfrentar desde el 10 de diciembre.

La fragmentación social que se evidencia en Argentina permite, además, observar los distintos métodos de supervivencia a los que se aferran o apelan los sectores frente al descalabro de conducción política existente. El individualismo ha vuelto a pisar fuerte como estrategia de supervivencia, mientras todos los índices y factores económicos se disparan hacia direcciones claramente negativas: la inflación, el dólar, los títulos, los precios, la deuda, y, sobre todo, el factor más valioso: el de la confianza.