En diciembre del año pasado, a poco de asumir al frente del Ejecutivo nacional, el presidente Alberto Fernández declaraba que el gasto de la política, en particular el de los sueldos de los funcionarios públicos, no resultaba relevante frente a los salarios percibidos por los integrantes de la Corte Suprema de Justicia, “que ganan cuatro veces más de lo que gana el presidente”, según decía en un reportaje para la televisión. Había comenzado el tratamiento en el parlamento de la Ley de Solidaridad y, junto con ella, se avecinaba la discusión sobre las jubilaciones de privilegio y la necesidad de ponerle un coto a semejante desbarajuste y obscenidad en algunos casos. “Ese es un tema recurrente pero no necesariamente es justo; tampoco cuando uno vive de un sueldo, tampoco es muy entendible”, agregaba el jefe del Estado, rechazando o cuestionando, si se quiere, los sucesivos embates que recibe la política, su gasto y el ingreso de sus protagonistas, en particular en épocas de vacas flacas o de una profunda restricción inesperada que ha sido provocada por la pandemia del nuevo coronavirus.

Ayer mismo, según publicó el diario Infobae, y ante una consulta del medio, el presidente habría desechado y descartado algún tipo de descuento en los montos que perciben bajo la figura de salarios los funcionarios políticos “por no tener sentido los montos en juego”, según consignó el diario, luego de que desde sectores de la oposición, concretamente, de Juntos por el Cambio, le sugirieran al Gobierno avanzar en un sistema de aportes solidarios de los sectores de la política del orden del 30 por ciento de los ingresos de cada uno de los funcionarios.

Que no sea relevante o no tenga sentido por los importes en juego, como así parece opinar el gobierno de Fernández alrededor de la polémica por un aporte voluntario del área pública para conformar un fondo destinado a la lucha contra la nueva pandemia, es en verdad una apreciación relativa, subjetiva –claro está– y muy arbitraria. Arbitraria, porque no se puede decididamente, desde el propio control del Estado, lanzar una campaña despiadada y con una fuerte carga ideológica, claro está, contra aquellos empresarios que están advirtiendo que no podrán cumplir con sus obligaciones por una crisis que los ha dejado sin ningún tipo de posibilidad de llevar adelante su actividad económica.

El momento es extremadamente sensible y delicado, y requiere de todos un poco para afrontarlo. En ese contexto, ¿qué impediría a la política realizar su aporte económico para la causa? Tampoco se trata de provocar la ira pública contra tal actividad ni una reacción en contra del presidente, de sus ministros, de los funcionarios de los niveles más altos; ni tampoco de los diputados ni senadores nacionales; ni tampoco de los funcionarios provinciales y municipales. De ninguna manera, sino que más bien se trata de la necesidad de contar con la ubicuidad para comprender qué es lo que está en juego, algo que el presidente debe saber con precisión, mucho más que cualquier mortal que se lo reclame, por supuesto.

Claro que también puede ocurrir, como sospecha el propio presidente, de acuerdo con los dichos al medio porteño, que alrededor del reclamo por el malgasto político y aquel que apunta a la reducción de los sueldos de los funcionarios públicos, sumado a los anunciados despidos de Techint que no fueron tales, en principio, todo puede tratarse de una maniobra para desestabilizar al propio gobierno e instalar, en medio del combate contra el nuevo coronavirus, desinteligencias políticas que no serían tales y un llamado de atención hacia las consecuencias económicas que genera el parate absoluto de todas las actividades y, por ende, la cuarentena obligatoria.

Lo cierto es que la vara, esa vara que delimita casi siempre las obligaciones y que determina qué hacer y qué no frente a situaciones extremas –como sucede en este caso con el combate al nuevo coronavirus– y que requiere más que nunca de la unión de todo el mundo, suele tener alturas diversas, según desde dónde se la mire, se la observe y el lugar en el que a uno lo sorprende. ¿Por qué para quien hoy gobierna no sería relevante un aporte, aunque fuese simbólico, del gasto político y público, y sí lo es de los sectores que son los que, permanentemente, financian al propio Estado?

Es raro, todo es demasiado intrincado, retorcido y cargado de argumentaciones ideológicas. Por caso, en Mendoza, el Ejecutivo ordenó un recorte en los sueldos de los funcionarios políticos. Como se informó, la maniobra logró reunir alrededor de 40 millones de pesos. Luego se sumaron los jueces, con una colecta que logró un poco más de 22 millones de pesos. También lo hicieron los empresarios del Norte mendocino, y luego los del Sur. Los primeros dijeron haber juntado 7 millones, mientras que los segundos alrededor de 250.000 dólares. Un dato: los reactivos que se compraron a Corea del Sur, unos 10.000, tuvieron un costo de 320.000 dólares. Entonces, ¿por qué no es relevante que, al menos por un mes o un tiempo muy corto y no definitivo, los funcionarios del Gobierno nacional puedan hacer un aporte, aunque sea simbólico frente al costo de la pandemia?