Los yerros presidenciales tienen una historia singular sin distinción de signos políticos ni entre momentos más distendidos o de suma tensión. Los ha habido televisivos, en el balcón mismo de la Casa Rosada ante cientos de argentinos y, ahora, se suman las metidas de pata digitales, que se replican peor que un bostezo y generan, a su vez, miles de críticas y, lo peor para la política, el tan temido meme que desgasta.

Los dichos del presidente en la recepción a su par español demuestran, una vez más, que nadie cuida la imagen de la figura política más importante del país. Tener que salir a aclarar posteriormente ya implica un problema de comunicación política. Se puede interpretar que el pedido de disculpas posterior es una virtud, pero, al mismo tiempo, implica aceptar una macana. Un error no forzado que no se anticipó y que, en estos casos, puede generar molestias y disonancias entre naciones hermanas.

Otra discusión de fondo será, tal vez para otra ocasión, el ADN nacional, donde se reconozca la diversidad de la identidad de los argentinos por fuera de los estereotipos. Pero no es el caso hoy. Ahora, lo que llama la atención es esta necesidad que hay en las primeras figuras políticas de intentar quedar en la historia con una gran frase que nadie pidió, pero que a la postre termina dando vergüenza ajena y, quizás, más de una explicación diplomática.