La Constitución nacional debe dejar de ser una entelequia para convertirse definitivamente en un manual práctico de cómo vivir en democracia. Su letra es tan clara que cuesta entender la cantidad de tergiversaciones y distorsiones hechas para violentarla una y otra vez.

La idea de la Carta Magna debe ir más allá de una clase de Educación Cívica en las escuelas. Tiene que ser una guía de convivencia política y social, un contrato a cumplir por gobernantes y gobernados, con las exigencias y los parámetros establecidos allí. Se tienen que dejar de una vez por todas los relativismos para acomodar sus obligaciones, sus derechos y sus garantías a los caprichos políticos de turno.

La solución debe buscarse por ese lado, por la observancia a los principios constitucionales; por el respeto por el disenso, por las minorías, por volver a darle valor a esa premisa de “asegurar los beneficios de la libertad”.

De eso se trata, en definitiva. De ser libres para pensar y para tomar decisiones, para discernir y saber que lo que está mal no puede tener justificaciones, para no quedar sometidos a una única sentencia política, para expresarnos y para imaginar el futuro sin la angustia y la incertidumbre de no saber qué medida descabellada habrá que enfrentar.

Que el objetivo sea afianzar la Justicia. Que el rechazo a los hechos de corrupción, por ínfimos que parezcan, sea absoluto, indiscutible e intolerable. Que no se confundan los corporativismos con complicidad. Que los jueces sean y parezcan.

Quizá, si se establecen esas prioridades, sea mucho más fácil encontrar el punto de partida.