Es cierto que el manejo de la pandemia por parte del Estado nacional fue pésimo. Es verdad que las vacunas no se compraron en tiempo y forma. Y también hay que reconocer que los trastornos económicos y mentales del aislamiento no fueron tenidos en cuenta.

Aclarados estos puntos, los nueve días de restricciones que debían respetarse en Mendoza mostraron una apatía social y una falta de solidaridad absoluta. Y no se trata de quienes, agobiados por no poder dejar de trabajar un día, tuvieron que salir sí o sí a ganarse un plato de comida. A ellos no se los puede criticar. A esta altura, ya nadie puede señalar cuál trabajo es esencial y cuál no. Y, mucho menos, si ese listado es confeccionado por funcionarios que siguen viviendo como privilegiados en un país cada vez más pobre.

El problema pasó por quienes no pudieron dejar de hacer reuniones sociales, fiestas clandestinas o encuentros que implicaban riesgo de contagio. Eran solamente nueve días. No más. No afectaba a nadie. Y encima, sin ningún protocolo de prevención.

Nadie quiere estar encerrado, y mucho menos si se trata del único recurso con que cuentan quienes debían gestionar mejor la crisis originada por la pandemia. De ellos no se puede esperar más nada.

Pero tampoco se puede olvidar que la idea de salud pública compromete a todos. Que más allá de los errores del Gobierno y de cuestionar las normas, hay un dato objetivo: los casos son muchos y el sistema sanitario atraviesa un pico de estrés. Sólo por eso valía la pena dejar los festejos para otro día.