No es la primera vez, pero amaga y amaga. El Gobierno nacional, a través de distintos interlocutores –entre ellos el mismo presidente Alberto Fernández– ha barajado la posibilidad de regular lo que se expresa en las redes sociales. El debate hoy pasa por los llamados discursos de odio. La preocupación latente o manifiesta es preguntarse por qué motivo una administración política tendría que poner límites al contenido que circula por las plataformas digitales.

Hay más de una razón en el mundo por la cual estos servicios, tanto de mensajería como de microblogs, permiten evidenciar lo que está sucediendo en regímenes como Rusia, donde la policía reprime a quienes se proclaman contra la guerra, o en Irán, donde incluso el Gobierno ha decidido cortar de cuajo la conexión para evitar que el malestar se filtre al mundo. 

Pero es inútil, porque eso es lo que posibilita internet: que haya un acceso y una producción más o menos libre de la información.

En un contexto político como el que vive Argentina, dividida tanto en sus opiniones políticas como en la visión de los problemas que tenemos sin resolver, la única razón por la que uno podría justificar una iniciativa de esta índole es contraria a la libertad de expresión. E implica limitar las manifestaciones que puedan ser críticas hacia una gestión. Si hay discursos de odio, para eso existen ya otras herramientas legales que regulan esas conductas. De otra manera, se coquetea con un riesgo constitucional. Hay algo que debe entender el mundo de la política, más allá de que las redes sociales también sirvan para lo peor y lo mejor: que no se puede tapar el Sol con la mano.