Donde debería haber amplio consenso porque hay un gran problema a resolver, una “discusión de sordos” termina reflejando la tensión del país en el que vivimos. La  Ley de Alquileres, sancionada en el 2019, resultó ser un fiasco por sus efectos contraproducentes.

Los valores de las propiedades subieron astronómicamente y, para colmo, fue considerable la reducción de la oferta en el mercado de los arriendos. Es decir, esa norma no  le hizo un favor a nadie, y, ahora, el Congreso tiene que reformularla. Pero ahí está la cuestión: no hay acuerdo para llegar a un estadio intermedio que dé tanto para los inquilinos como para los locadores.

Este punto muerto del diálogo atraviesa un sinnúmero de problemas que hacen al rumbo del país en el corto y en el largo plazo. Basta con ver cómo la controversia en el  Gobierno por los subsidios a la energía afecta, precisamente, la gobernabilidad. Sin embargo, el problema afecta los debates internos en cada fuerza, tanto en el oficialismo como en la oposición, no son excluyentes. Y, en el caso concreto de los alquileres, no son puntos menores: cuánto debe durar un contrato, cuánto debe subir aproximadamente un canon mensual o qué puede proponerse para ampliar el mercado.

Mientras las discusiones se van por las ramas en temas insustanciales para los debates que hay que saldar, en el medio están los ciudadanos que sufren el impacto inflacionario en sus más variados actos.

Porque aquel que alquila no sólo puede preocuparse por la actualización del monto a pagar cada mes, sino por el costo de la vida, el transporte, el colegio, la obra social, la vestimenta y nada menos que los alimentos.