Dick Cheney comprobó, de primera mano, que la seguridad en Afganistán está lejos de ser satisfactoria. El vicepresidente de Estados Unidos acababa de desayunar junto a los soldados de la base militar norteamericana de Bagram, al norte de Kabul, cuando todo el campamento fue sacudido por una poderosa explosión.

    Un atacante suicida había conseguido penetrar hasta la entrada del campamento en el que Cheney había pasado la noche, el que es parte de la base militar estadounidense más importante en Afganistán, una de las instalaciones mejor protegidas de todo el país.

    “El objetivo era Dick Cheney”, anunciaron los rebeldes, seguros de sí mismos. El Ministerio del Interior de Afganistán informó que al menos 16 personas murieron en el ataque. Según el Ejército norteamericano, la bomba segó la vida de tres personas, incluyendo a dos soldados de la coalición liderada por Estados Unidos.

    Es probable que los talibanes hayan contado con que su suicida nunca avanzaría más allá de la entrada a la base y nunca conseguiría su objetivo declarado. Pero los rebeldes son conscientes de la fuerza simbólica de un ataque como este, capaz de atraer la atención de toda la prensa mundial.

    Los talibanes nunca antes habían llegado tan cerca de un funcionario tan alto de su odiado imperio archienemigo. Además, lograron humillar al vicepresidente, quien debió ponerse a salvo de un peligro que sus propios oficiales daban por eliminado. El lunes a la noche se supo que la visita sorpresa de Cheney a Afganistán se prolongaría hasta el martes. En realidad, sus planes de viaje suelen mantenerse en secreto por temor a atentados.
   
    Cheney tenía previsto, originalmente, reunirse el lunes en Kabul con el presidente afgano, Hamid Karzai, pero una intensa nevada imposibilitó sobrevolar los 60 kilómetros que separan la base militar de la capital. La reunión con Karzai se aplazó y los talibanes aprovecharon la inusual oportunidad. Al parecer, necesitaron pocas horas para escoger a uno de entre los 2.000 hombres que, según sus datos, integran su ejército de suicidas.

    Cheney señaló haber escuchado “un fuerte estruendo”, que identificó enseguida. Tras su breve estancia en el búnker, voló hacia Kabul para hablar con Karzai de la lucha contra el terrorismo y la desoladora situación de seguridad en el devastado país asiático.

    Estados Unidos y sus aliados quieren impedir a toda costa que los rebeldes lleven al país al borde del precipicio con su anunciada ofensiva de primavera. Con ese objetivo en mente, se está desplegando en el Hindukush, por primera vez desde la caída del régimen talibán en el 2001, más de 50.000 soldados extranjeros. Gran Bretaña aumentará su presencia militar en el país, al igual que Dinamarca y Australia.

    Estados Unidos ya lo hizo y mantiene, actualmente, 27.000 soldados en Afganistán. Se espera que Alemania apruebe en breve el envío de 500 soldados, quienes se sumarán a los 3.000 ya estacionados. Los talibanes esperan que el avance de los “infieles” inflame los ánimos de los afganos y los lleve a incorporarse masivamente a sus filas.

    El líder militar de los rebeldes, el mulá Dadullah, afirmó en una reciente entrevista que ya cuenta con 6.000 combatientes para la ofensiva primaveral, pero la cifra podría aumentar hasta 10.000. “Cuanto más crezca la cantidad de soldados judíos y cristianos que nos combaten, mayor será la motivación de los afganos para unirse a nosotros”, vaticinó.