Las estadísticas muestran que 90% de los robos con armas son cometidos por jóvenes que tienen entre 16 y 25 años. Entre ellos, los que son condenados suelen reincidir a los dos días de recuperar la libertad. Sólo en la provincia de Buenos Aires, viven dos millones de adolescentes de entre 14 y 21 años, de los cuales la mitad es pobre y 40%, indigente. El 20% de estos jóvenes no estudia ni trabaja. La historia de muchos de ellos es la misma: su padre trabajó desde joven y, a fines de los 80, se quedó sin empleo formal y nunca volvió a recuperarlo.

    Los hijos de este “desocupado crónico” nunca trabajaron y hoy, con edades de entre los 14 y 18 años, forman parte de los diez millones de chicos argentinos que sobreviven por debajo de los niveles de pobreza que nos dejaron los ajustes de la década del 90. Son chicos que saben que, en las actuales condiciones, nunca van a poder integrarse al otro mundo: el de la familias bien constituidas donde no sólo hay casa, comida y ropa sino, lo que es más importante, educación y salud que les garantizan un buen futuro. Ellos sienten que no tienen futuro.

    En base a estos datos de la realidad, en Argentina están dadas, desde fines de los 80, las condiciones de marginalidad, pobreza y exclusión que propician la aparición de bandas de “pibes chorros” en ese caldo de cultivo formado por diez millones de chicos y, si se mantienen los actuales niveles de exclusión, seguramente dentro de algunos años padeceremos el fenómeno de las pandillas que asolarán nuestra sociedad. Según datos oficiales, en Argentina hay, además, cerca de 20.000 niños y adolescentes (varones y mujeres) privados de su libertad. Sin embargo, 8 de cada 10 de ellos están vinculados a causas no penales.
 
    Es decir, causas asistenciales derivadas de una situación de carencia socioeconómica y no de hechos de violencia o delincuencia. Basándonos en este estudio oficial, podemos afirmar que no es verdad que los institutos de rehabilitación de menores estén atestados de chicos delincuentes, algo que el imaginario popular y algunos exégetas de la mano dura dan por cierto para justificar su reclamo de bajar la edad de imputabilidad de los menores.

    El de los adolescentes argentinos no es y nunca fue un problema de delincuencia, sino, más bien, de educación. En todo caso, la comisión de delitos por parte de los jóvenes argentinos es inversamente proporcional a su educación. Esto, y el modelo de exclusión de los 90 son el quid de la cuestión a la hora de abordar el papel de los jóvenes y adolescentes en la actual crisis de seguridad. Quienes recientemente asistieron a la Plaza de Mayo en Buenos Aires para, según dijeron, “presentar propuestas para mitigar la situación de inseguridad”, son impulsores de medidas tales como el endurecimiento del Código Penal, la disminución de la edad de imputabilidad de menores o la saturación de las calles con policías.

    Todo esto, tendiente a la protección de un bien superior: la propiedad privada. A muchos de ellos los ciega el temor y, a otros, la hipocresía. Estos cruzados de la seguridad no se preocupan, ni mucho menos, por mejorar el sistema de educación pública, promover planes sociales de contención para los desfavorecidos o aplicar medidas tendientes a la inserción laboral de los jóvenes. Es una lástima que, en este contexto, el debate sobre la nueva ley de educación no haya contado con mayor participación de los padres. Si la mayoría de ellos quieren que sus hijos accedan a una mejor educación y no deserten de la escuela (ni terminen delinquiendo en las calles), lo mejor hubiera sido participar de este debate.