Buenos días, a pesar de todo.
La temperatura máxima de ayer no deja dudas: estamos en verano. Ayer, los termómetros se pusieron una mano sobre la cabeza por el temor de que se les escapara el mercurio por arriba. Sabido es que el calor dilata los cuerpos; de ser así, coincidiremos en que estamos todos dilatados, y por eso se dilata todo, se dilatan los trámites, se dilatan los pagos, se dilatan las decisiones. El calor, como aseguran los físicos, es una transferencia de energía. Deberíamos entonces estar más enérgicos, más activos, sin embargo, andamos reptando como una babosa embarazada, como una tortuga
transportando una heladera. Hasta nos cuesta caminar, las piernas se hacen sentir como piernas, y dar un paso es un esfuerzo considerable. Entonces arrastramos las zapatillas contra las baldosas y hacemos verdad aquella forma antigua de catalogarnos: mendocinos pata a la rastra. Nos apachangamos como lechuga cosecha 1936. Somos un desdibujado ser humano, muy parecido a aquel que fuimos en invierno, pero más desparramados, un identikit de nosotros mismos.
Porque ahora los músculos están más flácidos, nuestro andar es más cansino y porque tenemos en el rostro una expresión de mufa, de hastío, de cansancio, de mortificación, que no miente. Tenemos cara de verano. ¿Cómo es una cara de verano? Bueno, la frente arrugada como sábana de abajo, las cejas arqueadas hacia arriba como sosteniendo el
cerebro, los ojos a media asta como si estuvieran rindiéndole un homenaje al humor vítreo desaparecido, la nariz transpirada con algunas gotitas sobre el tobogán mayor, la respiración dificultosa como si estuviésemos empujando algo sin empujar nada.
La boca modelada en torno una mueca, a veces ladeada como futbolista que termina de ver la tarjeta roja. Y hablamos despacito como si nos faltara el aliento: Que hacés, loco... Hola Carlos, qué gusto de verte. Parecemos un
argentino en estado de agonía. Y la ranspiración que nos invade y hace que la ropa de salir, que con tanto cuidado elegimos por la mañana, se transforme en toalla.
Y entonces aparecen los húmedos lamparones debajo de los brazos y la camisa ya no es marrón: es marrón con dos islas de marrón oscuro. Encima, la producción de productos de nuestras axilas entran a formar parte del sistema olfativo de los demás y eso no es bueno. No es lo mismo comerse un chivo que oler a chivo.
Afuera es todo del calor, los chocos agobiados no ladran, hacen así con la patita.
Las golondrinas, recién llegadas, se lamentan de no haber comprado unas bermudas en el norte, que están más baratas. Los bomberos tienen ganas de salir a apagar el aire, hasta el mismo Diablo recorre el Shopping en busca de acondicionadores de aire que reciban la tarjeta del infierno, la Chamus Card. Es verano, decididamente verano. Los ventiladores andan a las vueltas por nosotros, pero no son remedio, apenas un paliativo. ¿Cuánto costará un pedazo de glaciar, ah?