Pero los tiempos corren, la oposición también y los múltiples conflictos que afronta la administración no podían seguir demorando la presentación en público de la candidata cantada. La exposición de la postulante en su primer acto como tal tuvo una serie de características que definen más a la línea kirchnerista que a la historia política del país y al folclore electoral que sí rodeó al actual presidente cuando se presentó en medio del incendio o del infierno, como se prefiera llamar.

             Cristina apareció impecable en su trajecito color marfil, en un teatro lírico que tradicionalmente ha sido el recinto de las clases aristocráticas del país. Las butacas estaban repletas de neocristinistas, hasta ahora nestoristas y antes duhaldistas o menemistas, según el momento de la historia que les correspondiera para alentar a la persona del poder y mantener sus cotos de caza.

           En las lujosas butacas tapizadas había poco de la nueva dirigencia tan mentada desde el 2001 y tan evitada: un puñado de dirigentes de organizaciones no gubernamentales, las defensoras de derechos humanos –algunas, no todas: únicamente las que comulgan con la era K–, piqueteros (la novedad de su ingreso al coro de aduladores) y los gobernadores e intendentes que han venido demostrando una flexibilidad en sus “apoyos ideológicos” digna de sus propias ambiciones.

            El “pueblo”, ese supuesto factor de poder, que para el peronismo ha sido la base de su éxito por medio siglo, estaba ausente en ese elegante recinto: es que nunca pudo acceder a las salas líricas, siempre símbolos del poder ganadero, rico, del cenit de las élites vernáculas. La gente, no tanta como se hubiera esperado, estaba afuera del teatro. Apenas alcanzó a recibir el lejano y casi frío saludo de la candidata. Pero Cristina habló y largamente. Lo hizo muy bien, esa es una de sus principales habilidades.

            No pudo o no quiso modificar, sin embargo, un estilo que trae como una mochila poco simpática: el rictus de irritación, el tono altivo, casi brusco, casi de reto permanente, las gesticulaciones dignas de una discusión más que de la presentación de una candidatura. El enojo. Igual que su marido, Cristina siempre se ve encrespada, casi al borde del grito, exasperada. ¿A quién le hablaba Cristina ese miércoles en el que el país entero estaba más pendiente de la trágica noticia de la muerte del genial Negro Fontanarrosa que de su presentación en la áulica sociedad del kirchnerismo?

           Ella dio una lección de historia, como si estuviera dando pistas a alumnos del ciclo básico de la universidad: nada de lo que dijo está ausente de los resúmenes de la materia Sociedad y Estado, por ejemplo, que los chicos tienen que aprenderse si aspiran a ingresar a la Universidad de Buenos Aires. Contó una historia que todos conocen. Después enumeró, como lo viene haciendo su esposo hasta el cansancio, los logros económicos de esta administración. No habló de futuro: dijo que el futuro será la continuidad.

           Esa fue la palabra clave, la única que pudo rescatarse de un discurso que pareció más dirigido a un auditorio extranjero, poco conocedor de la historia y de los vericuetos de la política argentina actual, que a duchos dirigentes en las lides de acomodarse siempre donde calienta el sol o que a la gente que la escuchó por radio o la vio por televisión, que tal vez esperaba que Cristina le contara qué hará en caso de que alcance la presidencia. Para empezar, no explicó por qué llegó ella a ser la candidata oficialista si no medió ningún plenario del partido que la sustenta. Es que no está claro cuál es ese partido, si el peronista o el sello del Frente para la Victoria.

             No explicó que fue elegida por decisión propia, de su esposo y de sus íntimos colaboradores. Ya desde el vamos, su postulación se presenta, en las formas, divorciada de la tradición democrática y republicana que se esperaba que a estas alturas fuera al menos tenida en cuenta. No se refirió a ninguno de los problemas que hoy afrontan el Gobierno y la gente. Estuvo ausente de su discurso toda alusión a la estrepitosa salida del Ejecutivo nada menos que de una ministra de Economía, Felisa Miceli, en medio de un escándalo de corrupción, así como no hubo alusión alguna a las investigaciones que pesan sobre Romina Picolotti, Guillermo Moreno y, ahora, la ministra de Defensa.

              Tampoco habló sobre los dos problemas principales que afronta la administración actual en materia económica: la inflación y la crisis energética. No anticipó planes, políticas, programas para superar esos dos conflictos que están amenazando la confianza, hasta hace poco altísima, de la gente en el gobierno actual. No habló de la política que adoptará con la oposición, si es que seguirá con la actitud de su esposo de ignorar totalmente la existencia de otros que piensan distinto o si es que, de una vez por todas, se allanará a recibir a sus principales dirigentes y a dialogar con ellos.

            Repitió la conocida frase de que profundizará la institucionalidad del país pero no dijo cómo.No adelantó si se tendrán en cuenta opiniones de otros sectores distintos al kirchnerista para analizar la forma de reencauzar los problemas y seguir adelante con la bonanza económica, si el oficialismo permitirá en el Congreso un mayor juego entre los distintos sectores partidarios, si permitirá que la Justicia sea más justa y que no ocurra, por ejemplo, como con el caso del juez Tiscornia, quien llamó a declarar por un caso de contrabando de armas a la ministra de Defensa, Nilda Garré, pero no al de Planificación, Julio de Vido, quien controla Fabricaciones Militares, el organismo que concretó la exportación.

          En fin, a Cristina Fernández se la vio enojada, irritada, hablando en un idioma que no es el que esperaba la gente y como si estuviera en una tribuna internacional.Hoy, en España, se debe estar sintiendo mucho más cómoda que en el Teatro Argentino de La Plata. Pero es aquí donde tendrá que gobernar si le toca ganar las elecciones, aquí donde tendrá que mezclarse con el “barro” de la realidad cotidiana, esa que no sabe de bellas palabras, que sólo sabe de padecimientos, carencias y también de incertidumbres.