Uno de los objetivos como sociedad democrática, luego de conocido el escándalo del vacunatorio VIP, es mantener el tema en agenda y evitar que sea amortizado y quede en el anecdotario negativo de la gestión de la pandemia.

Se deben abrir bien los ojos y ponderar la gravedad de un hecho que pasará a formar parte de las páginas más oscuras de la historia argentina.

¿Es para tanto? Definitivamente, sí. Tal vez por ser contemporáneos no sea fácil dimensionar lo ocurrido. Pero basta con hacer el ejercicio mental de proyectarse en el futuro y ver cómo se recordará que, en medio de una pandemia que cambió el estilo de vida de todo el mundo, que modificó comportamientos y que puso en jaque a la economía sin distinción de fronteras, la comunidad científica hizo foco en un solo punto: conseguir una vacuna contra el COVID-19 en tiempo récord de investigación, pruebas y desarrollo.

Cada dosis se convirtió en un bien preciado. Y comenzó una alocada carrera entre las naciones para aprovisionarse de la cantidad necesaria para asistir a sus ciudadanos y devolverles lo más rápidamente posible la “normalidad”, tal como se había conocido hasta antes de los primeros meses del 2020.

En ese contexto y con el temor social reinante, en especial por aquellos que médicamente forman parte de los grupos de riesgo, una o más personas creyeron que el Estado les pertenecía. Tomaron parte de esas vacunas y las repartieron a discreción entre sus amigos, familiares, allegados. Así, sin matices. Eso ocurrió en Argentina. Y no debe olvidarse.