Los habitantes de las grandes ciudades vivimos inmersos en el apuro, el vértigo, la urgencia. Muchas veces nuestros códigos son agresivos, hirientes, lacerantes. Fundamentalmente, porque no tenemos tiempo para ser amables. Necesitamos respiros para encontrar la calma. A veces las plazas sirven para eso. Sabido es que una plaza es una referencia que se pone en las ciudades para que recordemos que el cielo también existe, que pueden ser posibles pájaros en medio del asfalto y del cemento.

    Pobres de aquellas ciudades con ausencia de plazas. Sin embargo, Mendoza tiene otro antídoto, otro calmante, otro Lexotanil de paisaje. Su escenario del oeste, la precordillera, la montaña. Recuerdo aquella imagen de Galeano cuando relata al niño que por primera vez ve el mar, es tanta su admiración por lo que ve, que le dice al padre: “Papá, ayudame a mirar”.

    A nosotros nos puede pasar algo por el estilo apenas salgamos de la costumbre de tenerla, para descubrir el renovado encanto de admirarla. En invierno es espectacular, porque los cerros más próximos a nuestra ciudad tienen la cresta nevada. Entonces, todo el oeste es una postal. Cuando despunta el sol, la vista vale por seis psicólogos. Los atardeceres de montaña son una antología poética.

    No muchas ciudades pueden hacer ostentación de montañas como la nuestra. Algunas tienen mar, es cierto, y el mar es un paisaje considerablemente atractivo, pero el mar no se ve de todos lados, hay que ir al mar para ver el mar. El río es lo mismo. Tanto mar como río quedan abajo. En cambio, la montaña nos mira desde lo alto y parece estar esperando que la miremos. Tal vez sería conveniente, porque allá arriba, además de cumbre y nieve, también suelen quedar los sueños, las ilusiones, la esperanza y la fe.

    Yo sé que no es fácil verla, porque le hemos puesto tanto edificio al horizonte que no de cualquier lugar se ve. Pero hay lugares. Sería bueno, de todos modos aconsejable, que nos demos un chapuzón de montaña todos los días, que busquemos un lugar explayado, con perspectiva, y depositemos unos segundos de ojos en ese magnífico telón que nos adorna la vida. Tal vez así, simplemente así, le consigamos unas alas a nuestro olvidado gorrión de ciudad.